Crímenes universales
Sobre A sangre fría, de Truman Capote
Uno de los principales
debates que rodean al ejercicio periodístico en tiempos de posverdad y populismo es la relación entre realidad y ficción. Se
habla de la necesidad de fijar una clara escisión entre aquello que nace de la
inventiva y de la imaginación y aquello que responde a cabalidad a las
circunstancias y se basa en hechos reales y, sobre todo, verificables. Esta
discusión, sin embargo, parece estar en las antípodas del actual estado del
periodismo narrativo, por lo menos en Latinoamérica, pues son muchos los
nombres que se han encargado de ejercer el periodismo en toda su complejidad (con
reportería,
investigación, trabajo de campo, verificación de fuentes, entrevistas, etc.), echando mano de las herramientas estilísticas y formales de la literatura: Juan
Villoro, Leila Guerriero, Martín Caparrós, Alberto Salcedo Ramos, Juan José
Hoyos, Gabriela Wiener, Julio Villanueva Chang, entre muchos otros.
Esta tradición
periodística que funde los recursos que presta la literatura con el material
vívido de la realidad no responde al azar ni a ninguna circunstancia
espontánea. Surgió en los años sesenta, en los Estados Unidos, luego de un
estallido de autores que habían potencializado el periodismo convirtiéndolo en
una construcción literaria. Aparecieron, entonces, Hunter S. Thompson, Gay
Talese, Normal Mailer, Tom Wolfe, entre otros, pero pocos tuvieron la
repercusión y fueron tan definitorios y construyeron un legado imborrable como
Truman Capote, el polémico hombre que convirtió un crimen anodino en un pueblo
remoto de Kansas en una de las más bellas y elaboradas obras literarias que se
escribieron en el siglo XX: A sangre fría.
En principio, para
cualquier lector desprevenido, A sangre
fría relata el periplo dramático de un asesinato desde sus causas y
premeditaciones hasta el castigo de los acusados. Se trata, sí, del recuento de
un hecho que, por lo demás, es común en la literatura desde el siglo XVIII. En
Holcomb, Kansas, Dick Hickock y Perry Edward Smith asesinan a toda la familia
Clutter: a Herbert Clutter, su esposa Bonnie y a Kenyon y Nancy, los hijos de
la pareja. A través del recuento de los hechos, el lector deshilvana, en primer
lugar, las motivaciones que tuvieron los asesinos para entrar a la casa de la
familia, robarlos y asesinarlos con cuchillazos en el cuello. También se entera
de la conformación arquetípica de la familia asesinada: acomodada, apacible (y
previsible), blanca, tranquila, religiosa, que responde a un modelo
estandarizado de la cultura norteamericana de mitad de siglo, entre los últimos
estertores de la Segunda Guerra Mundial y el estallido social y político que se
avecinaba en los años venideros (la Guerra de Vietnam, la lucha por los
Derechos Civiles, el hipismo, la defensa de los derechos de las mujeres). Es en
esa tensión social que se mueve el núcleo de la obra pues se trata, en últimas,
de un asesinato mediado por las diferencias de clase y la aceptación social. En
ese sentido, Capote construye una obra cuyo argumento gira sobre un eje
corriente y hasta manido que, sin embargo, deja ver mucho más en su aparente
sencillez: ha convertido una circunstancia local en una exploración universal
de asuntos como el mal y la desintegración social desde desequilibrios
individuales.
Pero esas percepciones
responden a una lectura concreta de la obra per
se, ignorando que se trata, sobre todo, de un enorme y complejísimo trabajo
periodístico y acaso ahí radique la importancia y la perdurabilidad de una obra
que hoy, más de medio siglo después, sigue despertando lectores de culto en
todas las lenguas.
La idea de la novela le
llegó a Capote cuando, en medio de un desayuno en Nueva York, leyó la noticia
del asesinato en Holcomb. Su instinto de reportero lo conminó a abandonar la
ciudad y trasladarse a un lugar que no correspondía con sus esquemas de socialité neoyorquino: inhóspito, árido,
profundamente religioso y conservador (Capote era abiertamente homosexual, lo
que en un principio dificultó el trabajo de campo). En compañía de Harper Lee,
la legendaria autora de Matar a un
ruiseñor, recorrió el poblado, tocando casa por casa en busca de
testimonios, entrevistas, pistas que dieran con el origen del crimen que, para
entonces, se le estaba convirtiendo en un martirio fascinante que, por
momentos, lo frustró hasta el hartazgo de querer abandonar el proyecto. Gracias
al apoyo de Lee, Capote persistió en el empeño y en la recolección de
información de todo tipo para reconstruir una historia desde su génesis hasta
su apocalipsis.
En el empeño por
reconstruir los hechos, Capote recopiló cientos de horas de entrevistas en
pequeñas notas que escribía en las noches con ayuda de su compañera de
reportería: había prescindido de la grabadora de voz para no restarle
espontaneidad y veracidad a los testimonios. Fueron cientos de entrevistas a
los asesinos, a los habitantes del pueblo, a los vecinos más cercanos a los
Clutter, a las autoridades locales, a la policía. Buscó y hurgó, apoyado en su
olfato de reportero obstinado, entre los expedientes y las declaraciones, en
periódicos y declaraciones judiciales llegando, incluso, a comprar las
transcripciones de los juicios a los acusados, a las que también asistió.
Recorrió una y otra vez el pueblo, examinando su geografía y sus costumbres.
Todo este engranaje de ardua labor periodística se ve reflejado en la novela
pues hay un efecto de verosimilitud que resulta detallado y preciso, en busca
siempre de la exactitud sobre los hechos.
El ejemplo de Capote en
la construcción histórica de esta novela es muy diciente sobre el quehacer
periodístico. No escamoteó ningún detalle, no dejó ningún hilo suelto. Abarcó
todo, desde lo superficial de los hechos hasta las motivaciones psicológicas de
esos dos asesinos venidos a menos. Ante semejante proeza y semejante muestra de
disciplina, empeño y vocación por el oficio, no queda sino el aprendizaje.
¿Cómo se aprende a escribir buen periodismo?: leyendo a quienes lo hicieron
grande. Leyendo a John Hersey, a Gay Talese, a Tom Junod, a Martín Caparrós, al
mismo Gabriel García Márquez, otro maestro en el arte de reconstruir los hechos
detrás de la precisión y la verdad (como lo hizo para escribir Noticia de un secuestro). Lo que nos
dice el trabajo de Truman Capote es que hoy, cuando se habla de la crisis del
periodismo, cuando los diarios y revistas reducen sus páginas y sus plantillas
de periodistas, cuando el furor de la imagen y las redes sociales convierten a
cualquiera en periodista, cuando los populismos distorsionan los hechos para
sus intereses particulares; es que se hace más necesario volver a las raíces.
Escribir buenas historias. Hurgar y hurgar, preguntar, ir detrás del dato
exacto, del detalle escondido, comparar las fuentes, acoplarse al lugar de los
hechos, convivir con el conflicto, apropiarse de las circunstancias: justamente
lo que hizo Capote para convertir un crimen común en una obra maestra. Ahí
están la literatura y sus herramientas, ahí están los hechos, ahí está la
vocación. Solo queda el trabajo, la disciplina, la insistencia y, sobre todo,
el amor por un oficio tan apasionante como duro.
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