Mi padre el que no existe
«Pasado que no ha sido amansado con palabras
no es memoria, es acechanza.»
Laura Restrepo
Lo primero que debo decir es que en mi casa, y en mi
vida, más específicamente, ha habido una ausencia. Es cierto, esa ausencia no
ha causado mayor dolor en mí, y lo que me ha generado más bien es inquietud. Lo
que escribo lo hago como un ejercicio de purificación, porque encuentro en las
palabras una herramienta de limpieza.
La ausencia que me ha marcado es la de la figura
paternal. Cuando mi papá supo que mi madre estaba embarazada de mí decidió irse
sin dejar rastro alguno. Mi madre, creo, según lo que me ha dicho, tampoco
sufrió mayores lesiones: cuando le pregunto qué dijo, o qué sintió en ese
momento me dice con displicencia “Si se
fue, se fue”. Tal vez aparenta y sí padeció algún dolor con la partida o
tal vez es cierto, lo tomó normal, si se fue, se fue.
El hecho es que a mi padre, o a la ausencia de él,
que es la que me acompaña, la he tratado con la misma indiferencia con la que
mi madre lo recuerda. No me causa mayor rencor, ni odio, y a veces uso ese
recurso colombiano que es el falso orgullo para mostrar estabilidad, “No lo necesito” “Qué me importa que se haya
ido”. Sin embargo, últimamente me he puesto a pensar más en él, en
desmenuzar lo que me han dicho de su vida, de su otra familia, de su bigote
abundante y su barriga prominente, de su baja estatura -algo que heredé cabalmente-, de su trabajo, de su vida social, de su odio por la rabia. Y en ese
ritual que es recordar -o imaginar- lo que no conocemos con certeza me llegan
unas preguntas vagas ¿Alguna vez pensará en mí? ¿No le trae inquietudes saber
que tiene un hijo al que no reconoció? ¿No le genera algo saber que se perdió
la crianza de alguien que él ayudo a crear? Pueda, igualmente, que de mí nunca
haga planteamientos, tal vez se olvidará en ocasiones de que existo.
Sólo en una ocasión vi su cara, tuve un contacto con
su presencia. Fue, y es de lo poco que recuerdo, en el dos mil dos. Una tarde,
recuerdo, con cielo gris. Esa mañana le habían dicho a mi mama que él estaba en
la ciudad, en la zona donde los camioneros que transportan madera paran para
tomar cerveza, comer chicharrón o visitar a sus amantes. Ella sólo dijo, con su
indiferencia natural “Vamos a ver si
está”. En la tarde, a eso de las tres, nos fuimos, yo aún era pequeño y me
agarraba de su mano. Mi mamá lo buscaba por el camión, y por las placas. La
sorpresa era que al automóvil lo vio pero a mi papá no. Le preguntó a un hombre
que estaba parado en una esquina y él le contestó “Al cotorro lo encuentra fijo en esa tienda”, y señaló hacia
arriba, como a tres cuadras.
La tienda era de esas en las que sólo venden cerveza
y todas sus paredes son publicidad de la cerveza, chicas Águila y guarapo a
mil. Las fotos que había visto de él se desaparecieron de mi cabeza y su imagen
se me difuminó. En cambio mi madre recordaba de él hasta sus maneras, y por ese
recuerdo, o por todos, lo ubicó en una mesa, con dos hombres más, cada uno con
la botella en la mano.
Conservo, eso sí, la imagen de su cara extrañada al
ver a mi madre y a esa criatura blancuzca y callada que colgaba de sus brazos.
El saludo, los abrazos, los apretones y el porqué de que los otros dos hombres
se fueron no los recuerdo. Mi recuerdo salta de inmediato al momento en el que estoy sentado frente a él, junto a mi madre. De la conversación también perdí
todo registro, de su cara solo mantengo su bigote, su nariz chata y su barriga
que lo separaba de la mesa donde tenía su botella. Me pregunto por qué un
momento que se supone debe ser trascendental y perdurable se me pierde de la
memoria casi por completo: hoy, diez años después de aquel encuentro
desprevenido, sólo alcanzo a conservar eso. Y otro recuerdo más, el último.
Antes de despedirnos, luego de habernos parado, él le dio a mi madre un billete
de veinte mil pesos. Con ese dinero compramos un par de zapatos para el uniforme
del colegio. Veinte mil pesos, ni una moneda más. Ese dinero es lo único que él
ha invertido en mí.
Ese fue el único encuentro que tuve con él, no más.
De resto, su existencia se ha basado en fotos y más fotos, en anécdotas,
descripciones breves y apuntes de mi madre.
Hay discursos o argumentos que se hacen para dañar
al otro, y siempre están cargados de odio y rencor. A mí no me ha pasado eso.
Cada vez que recuerdo el abandono de mi padre sigo derecho sin siquiera hacer
el gesto mínimo de apretar los puños. Nada. Su decisión no me ha causado
mayores alteraciones. Y no lo digo apuntándome a los que dicen este tipo de
cosas para mostrar falsa serenidad. Es que de verdad lo siento. Tal vez la
falta completa que ha hecho en mis diecisiete años de vida, la desaparición voluntaria
que fue su decisión, la imagen de su cuerpo que sólo he visto una vez -y que el
cerebro se está encargando de aniquilar-, han hecho que él para mi sea como una
silla. Una silla porque aunque sé que es útil -fue útil para que me
hicieran- nunca me percato de que existe, de que está ahí.
Otra cosa es la ausencia y otra cosa es la
inexistencia. Eso sí, hay veces en que la ausencia es tan honda que parece
transformarse, sino en muerte, en inexistencia. Una inexistencia que no causa
dolores ni emociones fuertes. La falta que ha hecho mi papá es eso, a la vez es
ausencia e inexistencia. Y no me ha causado traumatismos, pero sí ciertas
emociones. Cuando yo veo que mis sobrinas o mis primos andan hablando con sus
padres de cualquier cosa, cuando están sentados en sus piernas, mirando
atónitos a sus padres, me llega ese cataclismo y esa herramienta ambigua que es
la imaginación y me veo yo sentado en las piernas de mi padre, mirándolo mientras
me habla de cualquier cosa, o acariciándome el pelo y dándome dulces. Luego
reacciono, me doy cuenta de que ya es tiempo perdido y me río, me río de lo
imposible. La ausencia me ha dado pie a la imaginación ridícula, como una
herramienta de falsa felicidad. Además, esa carencia de figura de paternal ha sido
de cierta manera ocultada por mi familia. Ellos, más bien ellas, han puesto una
coraza para ocultarme la inexistencia de mi padre, y me han hecho sentir
normal, como si en mi mundo la palabra papá no existiera. Y mi hermana, que es
la que me mantiene de pie, ha ido reemplazando el cuerpo de mi padre. De mi
padre el inexistente. A mí la falta que él no me hace no me ha vuelto un tipo
solitario ni reprimido, ni ha hecho cosas nocivas dentro de mí, no me ha
infundado rabia en el corazón. Su ausencia, inexistencia, aunque me ha traído
conatos de nostalgia, no me ha hecho completamente infeliz.
Acepto que hubiera sido diferente si mi padre en
realidad si me hubiera sentado en sus piernas, y me hubiera señalado el televisor
mostrándome que en este país se matan por plata, me hubiera abierto un libro y
me leyera con su voz que no recuerdo, o me hubiera regalado una cartilla para
colorear. Todas las cosas que no existieron, y que no pasaron son también una
forma de ausencia.
La ausencia de mi padre me ha puesto a pensar,
irremediablemente, en la muerte. Qué sentiré yo cuando sepa que él se murió, si
él lo hace antes que yo. Por supuesto que satisfacción no me generaría sino la
sensación que se percibe al saber que algo que ha ayudado a que tu existas
desparece. A mí no me gustaría verlo, ni a él ni a ninguna otra persona, tendido
dentro de un ataúd. Esa es una escena que siempre he aborrecido. Pero soy de
los que piensa que en cierta forma la muerte es parte de la vida, como otra
parte de nuestra función en el mundo. La muerte es en sí misma un fragmento más
de nuestra existencia.
Todo eso, la muerte, la ausencia, la inexistencia,
han sido atributos que he puesto sobre mi padre. Una persona que no me conoce
con propiedad, que, creo, ni se enterará de mí. Un fantasma que no acecha sino
que ataca en momentos precisos. Un puñal que no duele. Alguien que no me ha
hecho el mal necesario para considerarlo nocivo. Mi padre es para mí,
inexistente.
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