La rabia y la desolación

Una reseña de Roma, de Alfonso Cuarón.


Cortesía: Netflix



Esa mujer nunca está de pie y nunca se sienta en el sofá. Va de un lado a otro limpiando, apagando luces, ordenando cuartos, lavando ropa, doblando ropa, poniendo ropa, quitando ropa, abrazando hijos que no son suyos y reemplazando a unos padres que no saben asumir su propia tragedia. Es bella y es tierna y puede verse en su rostro una soberbia que conmueve hasta el pudor. Esa mujer amó, quedó embarazada, fue abandonada por el único hombre que le ofrecía algo parecido al amor, y luego se encontró con su drama. Y puede leerse entre líneas, entre las voces que se superponen, entre el silencio de la cámara que se mueve con delicadeza y sin concesiones, entre el blanco y negro severo y portentoso, un discreto y poderoso retrato de un México que es una Latinoamérica que puede ser el mundo porque el mundo es lo que sucede en lo local y se proyecta en lo universal. Eso es lo que logra Roma, la última película del brillante Alfonso Cuarón: un retrato de una familia de clase media alta de la colonia que le da nombre a la película en la Ciudad de México de los setenta: una ciudad (un país, un continente) extraviado y ensimismado, cruel hasta la náusea, deliberadamente clasista, deliberadamente racista, deliberadamente hipócrita. 

Cleo, interpretada por la admirable Yalitza Aparicio, se encarga de mantener a flote una casa que, poco a poco, va encontrándose con su caída cuando la madre, Sofía (Marina de Tavira), se queda sola con sus cuatro hijos ante la huida de su esposo, el médico Antonio (Fernando Grediaga). Es una ‘nana’, una de tantas mujeres que llegan a las ciudades desde pueblos remotos y encuentran en el trabajo doméstico una forma de sobrevivir. Y entonces ocurre: al abandono de su jefe, se suma el de su propio amante, un embarazo difícil y un parto que Cuarón proyecta con una maestría pocas veces vista en el cine. Pero ella seguirá ahí, siempre ahí, reemplazando, acostumbrándose, cuidando incluso cuando no puede, cuando no debe, como la escena en la playa en la que a dos de los niños se los llevan las olas y ella corre a rescatarlos, aunque no sepa nadar, en una secuencia que pone los pelos de punta y aturde hasta la angustia. 

En ese drama, Cuarón expone con belleza y sin caer en el panfleto una realidad que se asoma y que, como en la escena del parto, termina por ser crucial. Ahí está el sismo (que Cuarón transmite con verdadera destreza emocional), ahí están las casas ampulosas y las barriadas lumpen, ahí está la Masacre del Corpus Christi (narrada visualmente con sutileza, pero sin ambages), sus víctimas y sus victimarios, ahí está la memoria, fundamental para entender la dedicatoria final a Libo, la ‘nana’ del propio Cuarón y quien inspiró la película. Es una proeza técnica, un logro visual sin precedentes en el cine latinoamericano, un resumen de lo que fuimos: Roma es entrañable y conmovedora, pero también grita la rabia y la desolación. 

Quizá se siga hablando de esta película durante varios años: porque es la gran apuesta de Netflix para ganar su primer Óscar luego de un periplo elogioso que empezó con el León de Oro en la Mostra de Venecia, porque es el retorno de su director al México de sus años de formación, porque es la inauguración de una actriz de una potencia estremecedora, porque el blanco y negro es manejado por el mismo Cuarón (que se encargó de la fotografía porque Emmanuel Lubezki, su director de fotografía habitual, no pudo participar en la película pues estaba en otros proyectos) con pulcritud y sensibilidad. Pero, sobre todo, porque pone en escena una forma, un fragmento de lo que somos, como mexicanos, como latinoamericanos, como habitantes de una misma zona atravesada por la tragedia, desgarrada desde sus cimientos, golpeada. Una zona que, como aquella casa en la colonia Roma, está poblada de sobrevivientes y que, como Cleo, asume su desastre con estoicismo, con verdadera entereza. Como rindiéndose a la evidencia. Como resignándose. 

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