Dos postales desde Ulibro

Uno

Estoy en Ulibro, la Feria del Libro de Bucaramanga organizada por la UNAB. El invitado mayor, el Nobel que siempre viene para estas fechas es, esta vez, nada más y menos, que J.M. Coetzee, el sudafricano autor de Esperando a los bárbaros y Juventud, dos de sus novelas que más me han cautivado. Charlará sobre la publicación de su biblioteca personal con Juan Gabriel Vásquez, quizá el narrador colombiano a quien he leído con más entrega y disfrute, pero también con más concentración y rigor, desde Los amantes de todos los santos hasta Las reputaciones, pasando por Los informantes o ese memorando de lucidez que es El arte de la distorsión, su libro de ensayos literarios, sin olvidar su grandiosa Historia secreta de Costaguana. En suma, uno de mis favoritos. Debajo del escenario del auditorio, en la segunda fila, veo al bogotano hablando con una mujer. Y lo veo como siempre lo he visto en videos y fotografías: alto, mirando con unos ojos quietos, con una chaqueta oscura y un jean. Quiero darle la mano, quiero decirle algo, quiero felicitarlo por el International IMPAC Dublin Literary Award. Algo. Pero siento pena. Al final, me atrevo. Me paro de mi silla, pido permiso entre las piernas que ya están sentadas y entonces me veo a sus espaldas. "Juan Gabriel, ¿podría firmarme el libro?", digo y es cuando noto que las piernas tiemblan. "Claro, con mucho gusto", responde él y firma un ejemplar de El ruido de las cosas al caer que le arrebaté a una amiga para tener un pretexto con que molestarlo. Lo felicito por el premio con una voz que llega entrecortada. Él agradece. Hay una foto. Y luego el apretón. Juan Gabriel Vásquez mira de frente cuando estrecha una mano y agradece, agradece siempre. Regreso a mi silla y miro una y otra vez la foto, una y otra vez la firma. Minutos después estará sentado en un sillón negro, hablando con Coetzee. Y es entonces cuando pienso que esta ciudad está saliendo de una parálisis cultural que ha tenido desde que lo recuerdo. Un Nobel, dos ganadores del Alfaguara, Vásquez y Santiago Roncagliolo, Manfred Max Neef, ganador del Right Livelihood Award, o el llamado Premio Nobel Alternativo. Todos esos personajes charlando y firmando libros y aceptando tomarse fotos con jovencitos desconocidos en una ciudad con menos de seiscientos mil habitantes. Pienso en eso cuando Coetzee sube al escenario y empieza su discurso. No se escucha una sola voz. 

Dos

Cuando llego a la silla del auditorio me percato de que faltan todavía cerca de diez minutos para que inicie la charla. Unas piernas largas están sentadas junto a mí y cuando volteo para ver quién es reparo en que es él, en que sin duda es él y no lo puedo creer. Andrés Felipe Solano está sentado al lado mío. Tiene una camisa clara, un jean y unas gafas redondas y grandes. Superados los nervios previos al encuentro con Vásquez, lo saludo y él responde con amabilidad. No sé cómo, pero pasados uno o dos minutos me vi hablando con él como si estuviera hablando con un amigo corriente. Le pregunté sobre la elaboración de aquella memorable crónica de inmersión que es Seis meses con el salario mínimo, sobre sus novelas, sobre el paso del periodismo a la novela, sobre Piedad Bonnett, quien fuera su profesora en los años en que estudiaba literatura, sobre su vida en Corea del Sur, me cuenta una anécdota. Hablamos. Y él, recién llegado del aeropuerto desde Corea del Sur, responde con serenidad y sentido del humor. Al día siguiente dictará un taller de crónica al que habré de asistir pero me dice que no tiene ni la más remota idea de lo que va a decir. "Yo nunca he dado una clase", me dice con una sonrisa. Elegido por Granta como uno de los mejores novelistas jóvenes en español, Solano ha desarrollado una carrera periodística de más de quince años en donde ha escrito sobre el sastre de Jorge Barón o la perra de antinarcóticos que es custodiada por escoltas debido a las recurrentes amenazas que tiene encima. Al día siguiente, en el taller, lee un texto sobre su trabajo periodístico y las claves y secretos que esconde la elaboración de una crónica. Al final, cuando sale del salón, el novelista cronista profesor falso, se despide de mi. "Un gusto conocerlo, hombre", me dice. Y sigue caminando. 

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