Occitano (II)

Fontaine Ariège-Garonne. Foto: Ánderson Villalba


            A todo el mundo le importa una mierda la pandemia. Mira nomás.

 

Miro nomás: camino por la calle que me lleva hacia el apartamento en el que viviré durante los próximos tres meses, mientras Luisa nos explica a S y a mí dónde estamos, y es fácil la sorpresa de verse envuelto en un mundo que parece sacado de las ficciones. Porque en ese momento venía de un país que empezaba a asomarse a la segunda ola del coronavirus, con más de diez mil casos —veinte mil menos, en todo caso, de los que se cuentan hoy— y casi cuatrocientos muertos diarios, atravesado por un puñado de problemas y deudas históricas que dejaron de ser cicatrices para volver a hacerse visibles e incómodas, pero aquí el miedo, a diferencia de París, a diferencia de lo que vi en Madrid, se ocultaba con buenas dosis de euforia juvenil, un desenfreno de ruidos y grupos que se abrazan en cada esquina, y un hastío con el encierro que pronto fue un estallido, toda esa furia por fin en las calles. 

 

—Es que aquí hay muchos estudiantes. Y ya estábamos todos hartos.

 

Retoma Luisa, que tiene el pelo negro muy largo y nos orienta por la Grande Rue Saint-Michel mientras señala lo que podría sernos útil, y veo los bares repletos, los restaurantes en los que se sientan domiciliarios y hombres árabes solos a fumarse un cigarrillo, la pizzería de la que salen un par de familias. 

 

— Pueden ir a esa lavandería de allá que es bien barata. Miren, compren mejor en este Carrefour y no en el de allá que es más caro. Y por esa calle llegan directo al centro.

 

Aunque recién había cumplido 22 años, yo tenía la sensación de que Luisa era mayor y mucho más madura de lo que suponía. La había visto prácticamente toda mi vida. Fuimos vecinos desde que éramos niños, pero nunca habíamos cruzado una sola palabra, a pesar de que parte de su familia y la mía estaban unidas por un matrimonio entre primos y de que teníamos amigos en común: apenas sabíamos de la existencia del otro. Pero unos días antes de viajar a Francia, mientras me despedía de unos familiares, comenté sin demasiadas intenciones que pensaba irme a Toulouse, aunque todavía no sabía bien cómo instalarme. «Allá es donde vive Luisa. Yo le escribo para que le ayude», me dijo un primo cercano que la conocía desde que eran niños. «No se preocupe que ella es firme y le colabora». Un día después ya tenía su contacto, y un día y dos horas después ya nos estaba hablando de un hospedaje y se ofreció esperarnos en la estación Toulouse-Matabiau, a donde llegaríamos en tren desde París. 

 

—Bueno, llegamos. Perdonen lo pequeño, pero es con mucho cariño.

 

El apartamento al que llegamos, enclavado en la en la Rue Notre Dame, está en un edificio que a simple vista me parece «miaminesco». Lo digo así, como si acabara de inventar una genialidad: «ese edificio parece de Miami». Nunca he estado en Miami, pero por alguna razón me parece que es allí donde pertenecen esos viejos edificios como este que parecían diseñados única y exclusivamente para recibir el sol y para alojar a las familias que vivían a las afueras, y que Sean Baker tanto supo mostrar en The Florida Project: una luz que cambia de color cuando encuentra sus paredes, amplios corredores exteriores protegidos por una baranda que da a la calle, ladrillos puestos en un mosaico por el que de cuando en cuando llegaba la luz de la tarde y se estallaba, cuadriculada y milimétrica, contra el pórtico que miraba al parqueadero. 

Soltamos las maletas junto a la cocina y sentimos, por fin, algo parecido a la llegada. Una sensación de arribo: la certeza que todo el periplo llegaba, esta vez sí, a su fin. Pensé rápidamente en el recorrido que acabábamos de completar: el bus que salió desde Bucaramanga y llegó nueve horas después a una Bogotá vacía y callada, el taxi que nos llevó al aeropuerto El Dorado por una Avenida 26 en la que solo había otros taxis, bicicletas y vendedores de dulces en los semáforos, el vuelo de 10 horas entre Bogotá y Madrid que empezó con una turbulencia saliendo de Cundinamarca que casi colapsa los nervios de mi compañera de asiento e impidió que S durmiera, la espera en Barajas y la discusión con una agente de Iberia que no quería reubicarnos en otro vuelo porque habíamos perdido el nuestro gracias a las demoras en las filas de migración, la imagen de Madrid desde el cielo —las cuatro torres como espadas clavadas para nadie en un desierto, los carros que, imaginé, pasarían luego por Gran Vía o por Recoletos, una franja verde que quise que fuera El Retiro—, la París erizada y recelosa, las más de doce horas que la separan de Toulouse, y la llegada a Toulouse-Matabiau, y Toulouse que se abría como una posibilidad desconocida. 

 

—Aquí tienen todo lo que necesiten, y si no, cualquier cosa, me dicen. Siéntanse como en casa, que esta es su casa.

 

El apartamento era mucho mejor de lo que esperaba y recordaba por todos sus costados que era el espacio donde Luisa había estado viviendo antes de trasladarse a otra habitación en la Rue Caffarelli: sus carpetas y apuntes de estudiante de Bioquímica en la Universidad Paul Sabatier, un tablero rayonado con recordatorios y mensajes de cariño, sus chaquetas y ropas de invierno, un imán de fotos en las que reconocí a su mamá y a su papá y a sus hermanos, una coneja llamada Dori y una gata llamada Nieve que luego, cuando su pelo se tornó grisáceo, pasó a llamarse Niebla, y cuyo cuidado estaba a nuestro cargo mientras Luisa terminaba de mudarse. 

«Ahorita vamos a enfiestarnos en el Port de la Daurade, por si quieren ir», dice Luisa. No he terminado de sacar una toalla para ducharme y ya S se está alistando para aceptar la invitación. Yo prefiero quedarme —la falta de sueño me pasa factura y quiero descansar los pies— y espero a estar solo para acostarme. Cuando todos se hubieron ido y el pequeño apartamento recobró su oscuridad, me acosté sobre la cama, llamé a mi familia, les hice un pequeño recorrido con el teléfono, y cerré los ojos con una mezcla de fascinación, expectativa, incertidumbre y temor. 

Todo junto, como si fuera un ensayo de los meses siguientes. 

 

***

 

Un canal en el Jardin des Plants. Foto: Ánderson Villalba


Durante los primeras semanas, mientras intentaba acomodarme al experimento  y tomarle el pulso a una ciudad que empezaba a gustarme más de lo que esperaba, seguí aferrándome a uno que otro hábito que mantenía a raya mi neurosis y que gracias a la cuarentena había calibrado, sufrido, aprendido. En el verano, y también en los días mejores del otoño, tachonados de un suelo ocre y quebrado de hojas, fui cada mañana al Jardin des Plants a meditar y a hacer ejercicio. Con el paso de los días —sobre todo con el paso del primer domingo en la ciudad, hermoso y triste y azulado— la caminata hacia el Jardin des Plants se convirtió en una especie de terapia involuntaria, y eran un alivio el golpe de frío apenas se entraba y los patos que caminaban un rato y parecían cansarse junto al estanque. 

El jardín tiene casi 300 años y es pura agua: agua sus canales, agua su cascada artificial cercada con palitos de madera en los que se sientan niños para las fotos, agua el pequeño canal que bordea los kioskos y los puestos de dulces, agua la fuente quebrada que parece sacada de una ruina antigua. Llegaba temprano, antes de las ocho de la mañana, y me adueñaba de un pequeño kiosko en la punta de un promontorio de piedra desde el que veía todo el circuito de los patos y el paso de las semanas: había llegado con un sol que ardía y luego los árboles se fueron desgajando hasta que fue inhumano pensar siquiera en desafiar el frío y salir del apartamento. 

(Detrás del Jardin des Plants, de hecho, una tarde de domingo en la que volvía de alguna caminata por la Allées Jules Guesde, fue donde vi un pequeño tumulto, y una fila, y un puñado de personas que salían de la fila con una bolsa de comida y un café caliente en las manos. Era fácil adivinar la necesidad: árabes y gitanos, habitantes de calle y estudiantes desempleados, desempleados genéricos y empleados de cosas varias, de restaurantes y panaderías y supermercados, latinos que chapuceaban su francés con un grupo de niños inquietos. El hambre. Me puse atrás, de último, y avancé por curiosidad en la fila. Escuché a las madres quejarse de su pobreza y regañando a sus hijos, que parecían ser muchos. Un hombre bajo y muy encorvado no paraba de agradecer con una reverencia cada vez que avanzaba unos pasos. Un joven alto y moreno con camiseta del Barcelona cantaba una canción desde sus audífonos. Llegué a la zona de entrega y me sentí en un restaurante escolar. Vi el logo pegado al camión azul del que salían las bolsas con la comida: Les Restaurants du Cœur. Estiré los brazos y una mujer rubia y amable me entregó una bolsa de papel a la que le agregó unos duraznos, un pan duro y un dulce de chocolate. Jamás había pedido comida regalada. Me sentí extrañamente afortunado. También yo, como el hombre encorvado, empecé a agradecer de más: a la mujer de los duraznos, al señor que echó un huevo duro y a los ancianos que me entregaron el café con leche. Salí con mi bolsa y me senté unos pasos más adelante en una banca —al fondo, desparramado y agresivo, el sol sobre el rosado eterno del pont Saint-Michel— para ver con detalle: una lata de atún, un pan duro, unos dulces, un yogur, unos duraznos, un pedazo de queso, una frutilla de manzana y una botella de agua. Me comí el pan y lo mojé en el café hirviendo. Cuando volví al apartamento y descargué las cosas sobre la cocina me dije que era un miserable, que alguien más debería estar comiendo esto. Seguí yendo todos los días, sin falta, hasta que volví a Colombia.)


Costado del Palais de Justice. Foto: Ánderson Villalba

En invierno dejé de ir al parque y empecé a entrenar en la cocina, el único punto del apartamento que no es el cuarto ni los baños. Aunque no había llegado todavía con fuerza, el invierno se asomaba con un otoño frío con el que a veces era difícil distinguir el amanecer del alba. La mañana del 10 de septiembre, lo recuerdo bien, empezó sin demasiados cambios: me paré, puse el café y entré a Twitter mientras calentaba el agua. Luego fue una puntada paralizante: las imágenes de los policías disparando a mansalva en las calles de Bogotá durante las protestas por el asesinato del abogado Javier Ordoñez a mano, justa y precisamente, de policías, se atropellaban, una a una, en un torrente de videos y de fuego y de gritos y de bala y de furia. No pude hacer otra cosa. El agua del café se hirvió y yo me pasé tres horas pegado al celular, tratando de dimensionar la tragedia que había ocurrido en mi país. La policía nacional había salido a reprimir una protesta a bala y en una sola noche habían muerto trece personas en medio de los enfrentamientos. No había sucedido algo tan grave en Bogotá desde el holocausto del Palacio de Justicia, dijo la alcaldesa de la ciudad. Y era evidente, desde esa distancia, que había una rabia condensada, lista para explotar, y que esos asesinatos y ese pánico terminarían por colapsar pronto. S y yo no podíamos creerlo, y desde entonces no podíamos hablar de otra cosa, ni en las reuniones ni en las calles ni en las caminatas ni en el supermercado. Colombia es un asedio, pensé. Un asedio y una condena y un mal chiste y una mala morada del mundo. «De todas las historias de la Historia / la más triste sin duda es la de España, / porque termina mal.», escribió Jaime Gil de Biedma.

No conocía, el poeta, la historia de este triste país mal habido: había empezado mal y seguía estándolo, y parece que así continuaría su marcha.

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