Occitano (I)

  

Tarde en la zona de Carmes, en Toulouse. Foto: Ánderson Villalba

Lo primero fue un cielo rosado: rosado y violento. S y yo salíamos de la estación de Palais de Justice, muy cerca del corazón de Toulouse, subiendo unas escaleras eléctricas en cuyas bandas laterales se rogaba el uso de la mascarilla con frases de culpa compartida, y pronto lo único fue ese estallido rosa, ese cielo al que parecía no alcanzarle el azul, porque abajo, en la Grande Rue Saint-Michel, entre bares repletos, locales de comida palestina y lavanderías vacías, el rosa era la norma, y el rosa lo contaminaba todo, y el rosa era nuevo, inédito, como una invitación. No vi el cielo: vi el rosa por todas partes. 

Acaso fue una jugada de la percepción, pues semanas atrás, cuando había decidido que viviría en Toulouse para ver si funcionaría allí la vida que me quería inventar lejos de Colombia, lo único que quería confirmar era esa paleta rosada que tanto se repetía —la ville rose— en las guías de viaje, en los videos promocionales, en los blogs y en los poemas, y en ese momento pensé que quizá estaba hallándole un rosa inexistente o forzado a todo lo que empezaba a ver en esa ciudad a más de ocho mil kilómetros de distancia de la mía. A Toulouse la llaman la ciudad rosa, o la ciudad rosada, porque durante la época romana, y a falta de canteras de piedra cercanas, buena parte de sus edificios más viejos fueron levantados con ladrillo, sobre todo con el famoso brique foraine. Catedrales, edificios, monasterios, conventos, escuelas: todo con un tono que, con el tiempo, y sobre todo en este tiempo, aparece —pleno, original, puro— con algunas estrategias de la luz y del sol. El famoso rosado por el que miles de turistas vienen cada año levantando la cabeza hacia cúpulas y edificios antiquísimos solo aparece de cuando en cuando.

Pero esa tarde, una tarde de finales de agosto de 2020, todavía aterido de frío y con dos maletas en la vera, frente al chorro de agua que caía de la Fontaine Ariège-Garonne, juro que el rosa —esquivo, impreciso, violento— apareció, tal como lo vi, tal como lo intuí, tal como lo imaginé, y por primera vez desde que había llegado días antes a Francia —y pasado por París, y atravesado los valles de Orleans, los campos enormes que circundan Châtellerault, y visto por entre la ventana de un tren semivacío cientos de casitas, iglesias remotas y portales rústicos de piedra y madera entre Poitiers y Ruffec y Montguyon—, tuve la sensación de que podrían funcionar las cosas: de que el miedo podría darle paso a cierta forma del entusiasmo. Y me pareció que llegaba al lugar indicado.

Porque días atrás todo me parecía una amenaza y un error. 



 

***

 

Vista sobre el río « Garonne », a la altura del Port de la Daurade. Foto: Ánderson Villalba


Tres días antes estaba llegando a París luego de un viaje de nueve horas desde Bogotá. Había obtenido una visa de trabajo y estancia en Francia por un año y mi idea era establecerme en una ciudad mediana, encontrar algún trabajo como profesor de español o como traductor, ahorrar para cursar una maestría y viajar lo que pudiera viajar en medio de una pandemia que, por esos días, estaba relativamente aplacada luego de los picos de otoño y se desataría unos meses después con el fin del verano. Pero eran evidentes las cicatrices. 

El domingo 23 de agosto se jugaba la final de la Champions League entre el París Saint-Germain y el Bayern Múnich en Lisboa, pero París era un silencio nervioso interrumpido una que otra vez por los gritos de los bares y luego por los disturbios de los hinchas que, enfurecidos por la derrota, se enfrentaron a la policía en pleno Champs-Élysées. El verano era una forma de rebeldía, un grito y un desahogo: las personas apretujándose como una novedad, tomando vinos en los bares, de pie contra las vitrinas, caminando en grupo, como disfrutando una nueva posibilidad tras el desastre. Había sol, un aire fresco que con el paso de las horas se puso rabiosamente frío, e incluso podía uno, por ratos, permitirse la euforia de suponerse en una etapa nueva, no en esa opereta en la que todos intentábamos inventarnos una normalidad. Eran evidentes las cicatrices: domingo a la tarde, el equipo de la ciudad jugando una final internacional, un verano cálido, pero una suspicacia en el aire, una mirada breve, una desconfianza tácita. Todos, o casi todos, como caminando en puntas de pie, como yendo de aquí para allá sin querer romper demasiado las cosas: todos caminando en un banco de niebla. 

Yo supuse que París me callaría la boca, pero nunca la dejé quieta. Mi boca temblaba por los nervios de esos dos días que pasé allí, intentando conocer lo que alcanzara antes de tomar el tren hacia Toulouse. Mi boca estaba seca, mi boca era arena y un picor en la lengua: París me resultaba intimidante, una explanada grisácea estallada de sirenas de hospital, locos que gritaban canciones en alemán, olor a mierda y manchas de moho verduzco y negro en los pasamanos de piedra. Me dejé enardecer: vi la torre Eiffel y me pareció que tenía el color del óxido y que era más pequeña de lo que pensaba, y caminé por el Louvre, y me mojé las manos en una fuente perdida entre el Jardin des Tuileries, antes de echar a andar por entre calles sinuosas que terminaban en un callejón o en un puesto de kebab, porque en París, como en casi todas las ciudades de Francia, todas las calles de todos los barrios de todos los distritos empiezan y terminan en un puesto de kebab. 

Yo supuse que París me callaría la boca, dije, pero lo cierto es que su idea, o su ideal, se me estaba desvaneciendo entre las manos, a medida que me perdía y que seguía la ruta del Sena, entre bandas improvisadas de jazz y falsos agentes de Acnur que podían arrebatarte las monedas de las manos si tú no se las dabas a ellos para aliviar el hambre de un par de niños en Ruanda. Eso: un ideal que choca con su verdadero concepto, el deseo roto ante los hechos. Acaso era su aire de ciudad suspendida, esa pausa y esos pasos apresurados, esa euforia brumosa que alcanzaba a verse entre los ojos cercados por las mascarillas. París era una ciudad incompleta, y a mí me empezaba a martillar más de lo normal la urgencia de los días que vendrían, cuando mi yo turista tuviese que darle paso a mi yo rebuscador en un país ajeno, y pronto tenía el cuerpo abarrotado de nervios, y la ansiedad me mareaba y me nublaba la vista.

París era incertidumbre.

Quería irme de París.

Quería estar ya en Toulouse.

Toulouse estaba a casi doce horas en tren, y yo sentía que era una eternidad.

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