Marzo



Había llegado hace unas semanas de un viaje corto a Bogotá, a donde voy de cuando en cuando. Estuve con S y con J haciendo unas gestiones consulares en el norte de la ciudad, luego de atravesarla con los nervios colgados en la boca porque el trancón era atroz en la carrera séptima y la cita era en cinco minutos; y luego de todo, luego de correr y de entrar sudando, luego de sortear el trámite, decidimos caminar desde allí, a un par de pasos del parque de la 93, hasta el centro. Y caminando volví a la primera vez que vine a esta ciudad, en el 2000: tenía cuatro años, apenas empezaba el colegio, no pronunciaba bien la erre y era muy tímido. Las imágenes son pocas, más allá de algún recorrido en un bus destartalado que iba cayendo de hueco en hueco por una avenida o por una autopista o por una calle de la que recuerdo un cielo plomizo y violento, el humo de todos los lados y mucho ruido. No existía Transmilenio y visitar Maloka todavía era un plan familiar que se hacía cada tanto. 

Esa era Bogotá: una ciudad que apenas salía de sus años más bajos y a la que, por alguna razón —o por varias: porque no tuve que, porque no tuve con qué, porque me parecía voraz—, no volví sino hasta dieciocho años después, con un título universitario en literatura recién entregado, un par de indicaciones de la editorial para la que trabajo y una dirección de un apartamento en Galerías en el que me recibiría la prima de una amiga y su novio, que por entonces eran un par de conocidos a los que saludaba en las reuniones de fin de año. Estaba pensando en esa primera vez, justamente, mientras desandaba la carrera séptima con S y J, porque recuerdo bien la sensación iniciática: un miedo expectativa ilusión por conocer —por “comerse” dicen las guías de viaje— esta ciudad, y cierta sensación de mínima valía ante semejante monstruo. Bogotá, de todos modos, me gustó desde un principio: por sus librerías, sí, por sus museos, sí, por sus galerías, sí, por sus barrios de ladrillo y chimeneas inglesas, sí, por Cine Tonalá y por Tornamesa, sí; pero sobre todo porque abría otra orilla, otra posibilidad: la de experimentar la tan soñada independencia, la de acariciar el lugar común de la libertad sin cortapisas y verla de frente, la de estar en otro lugar. Eso, sobre todo: estar en otro lugar. Pudo ser otro, pero entonces fue Bogotá. Y luego fue todo tan común: el enamoramiento propio de quien llega de la provincia y se maravilla pronto da penita y luego se atenúa y luego cede a la costumbre y a ciertas irritaciones. Bogotá no deja de ser Bogotá. 

Pudo ser otro lugar, pero entonces fue Bogotá. Es decir: Bogotá fue el primer punto de esta cartografía del deseo que uno supone amplia y que siempre espera con expectativas. Estar en todos los lugares, asombrarse en todos los países, pisar todos los monumentos: creerse el sueño del desenfado juvenil y querer abrazarlo todo, conocerlo todo, viajarlo todo. El deseo, por supuesto, como buena ficción, engaña. 

***

Había llegado hace unas semanas de un viaje corto a Bogotá, a donde voy de cuando en cuando, y el conteo paulatino de noticias sobre el Covid-19 empezaba a hacerse recurrente hasta que, con el tiempo, inundó portadas, acaparó titulares de los noticieros y se metió en todas las conversaciones. La vertiginosa carrera del virus llegó unas semanas antes de que tomara un vuelo hacia Europa que ahora debe postergarse para una fecha imprecisa que depende de las todavía más imprecisas circunstancias; y la explosión de la crisis me hizo pensar, de nuevo, en el dichoso deseo, en la famosa huida. Porque esta vez estaba cerca. Tenía cierto esquema general, pero me cuidé de no hacerme demasiadas expectativas puntuales ni fijarme metas obligatorias. Yo quería, sobre todo, viajar. Yo quería, sobre todo, salir. No por problemas familiares, no por malas relaciones, no por frustraciones eternas: yo quería salir, regodearme en el cándido deseo de conocerlo todo, de ir a todo. Hasta que las cosas, ya se ve, empezaron a caerse: desde las bolsas hasta los mitos políticos, desde las emisiones de gases de efecto invernadero hasta las ficciones de la solidaridad europea. Era el escenario perfecto: el deseo frustrado, el sueño roto. Y era cuestión de días para que volviera a sentir el pánico —reconocido, controlado y manejado durante sesiones de terapia que ya cumplen tres meses—, para que el futuro, una vez más, luciera como una amenaza, el acecho de un demonio invisible y poderoso que tiñe todo de pavor. 

El horror, además, crecía con ese goteo diario de contagiados, muertos, recuperados, nuevos países afectados y colapsos en China, en Irán, en Italia, en España, en Estados Unidos, con esas listas de la gravedad como un ranking triste —cuál país tiene ya más muertos, cuál le pisa los talones a cuál, cuál se hunde más rápido en la crisis económica—. La ansiedad, aquí, juega brusco: llega de repente, te sube a estados de optimismo y de tranquilidad para luego enterrarte en la zozobra, en un bruxismo sin causa, en la consabida presión, en la obsesión por informarte más, más y más, por saber cuántos mueren en Brasil, qué están haciendo en Argentina, cómo lo están superando los coreanos. Leer la prensa internacional, un placer que antes cometía con frecuencia y normalidad, ahora era amenazante. Creo que la sensación la cantó mejor Gustavo Cerati en Tráeme la noche:

Futuros se estrellan ante mí.
Enciende las tinieblas de ansiedad.
Cada vez mas solo, me dejo caer.
No hay nada que yo pueda hacer, igual.

¿No hay nada que yo pueda hacer, igual? ¿Qué hacer? ¿Hacia dónde ir? ¿Cuándo acaba todo? ¿Tendrá fin, tendrá solución, tendrá salida? ¿Se demoran mucho las vacunas? La acumulación de preguntas sin asomo de respuesta empieza a pesar y a quebrar lo cotidiano. La cabeza es un aparato ajeno: está allá, persiguiendo la curva, pensando en formas más estrictas de aislamiento y cuarentena, haciendo cálculos de semanas y meses, tranquilizándose, preocupándose, criticando al Gobierno por su ligereza, dibujando escenarios siniestros. Pero ahora, creo, ha cambiado algo. La amenaza y el acecho del pánico llega de golpe, arañando un costado del cuerpo y subiendo en ráfagas de vértigo que hormiguean los brazos y los dedos y hacen temer lo peor, pero acudo a cierta fórmula de la aceptación que al principio confundía con la derrota: saber qué siento, por qué y de dónde. De dónde mi inclinación por adelantarme, por prevenirme, por dar pasos hacia atrás.

Es entonces cuando pongo en marcha un puñado de herramientas y ejercicios aprendidos en las sesiones y en lecturas para que todo recobre su intento de orden, de fluidez, y avance sin mucha estridencia. Acaso sea cierto aquello de que se aprende a convivir con la ansiedad, mientras sigamos alimentando ese otro deseo de la normalidad y la calma que siempre fijamos como un premio final. Pienso en la ansiedad como un contrincante en una carrera de cien metros planos que no permite ni la victoria ni la derrota: partimos desde el mismo punto, atravesamos la línea de meta al mismo tiempo, empatamos en el puntaje, nos subimos al mismo podio, recibimos la misma medalla y la mordemos ambos al tiempo, y en esa mordida nos devoramos el uno al otro ya sin tanto dolor ni tanta resistencia, comiéndonos y reconociéndonos porque ya qué, porque tocó. Y en ese reconocimiento persisten cosas: la verdad y la belleza, la respiración profunda rellenando los pulmones una, dos, tres veces, subiendo y bajando, despacio, para situarme en este fragmento de tiempo presente que tanto empeño en convertir en el único importante, aunque a veces cueste, el amor de quienes persisten alrededor y se quedan, de las personas que, como escribió Ricardo Silva en Historia oficial del amor, “saben quién soy cuando estoy solo”, el placer inusitado en lo corriente, en lo mínimo.

Es así como he podido constatar que, no importa cuan encarrilada esté tu vida, estar vivos nos hace estar en constante oscilación, estar encarrilado significa nada más dar el siguiente paso sin pensar en los que vienen, concentrarte en ese paso que estás dando y en poner tu fuerza y tu elasticidad en mantenerte ahí, en equilibrio. (…) Entre un paso y el otro existe la fuerza, el dominio del cuerpo que sigue respirando, la sincronía de los brazos que a veces se abren de par en par para no caer. Estar vivo no significa otra cosa que estar buscando ese movimiento casi imperceptible entre fuerzas opuestas que nos dan equilibrio.

Escribió Margarita Posada en Las muertes chiquitas, su libro sobre la depresión que leí cuando el virus empezaba a nombrarse con cierta frecuencia en los noticieros. Recordé ese fragmento viendo al planeta atajando su quietud en medio de la pandemia, buscando formas de evadirse y de poner la cabeza en algo que no sea ellos mismos. Esa quietud dinámica del equilibrio tan distinta al deseo aquel de ir, de siempre ir. Esa quietud que tanto reclamábamos y que ahora nos incomoda. Todos ahora deseando lo mismo: ir, siempre ir, salir y huir. Como si este momento fuera secundario y lo único valioso esperara en esa evasión, en esa marcha plagada de incertidumbre.

Leí un poema de Andrés Neuman:

(…)
Como ves, desconfío
de quienes no veneran el asombro
de estar aquí, ahora.
Existe la alegría, pero duele;
tendrás que conseguirla.
Y cuando la consigas tendrás miedo.

Venerar el asombro de estar aquí, ahora. Quizá sea el sentido de todo esto. 

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