Enero

Grupo Planeta


Últimamente me sobrecogen las ganas que tengo siempre de abordar el mundo como si se tratara de un manto de cristal que guarda el misterio del universo desde la noche de los tiempos, como dicen los poetas. Estaba pensando en ello ahora, al filo de las cuatro de la tarde, y en medio de un silencio inédito que pocas veces se siente en esta casa. Me gustaría rescatar e intentar guardar momentos como este: momentos como este en los que, a pesar de que afuera suena una canción de salsa que se escucha hasta este punto último del patio, priorizo la música que tengo al frente saliendo desde un pequeño bafle y me siento con una sensación de orden, de limpieza —acabo de asear la casa, de limpiar esta mesa sobre la que escribo, recién terminé de lavar el baño y de ordenar mi ropa en el armario—, que parece una invitación y una excusa. He descubierto en los últimos meses que me gusta hacer actividades que de una u otra forma abracen el orden y la limpieza porque el orden y la limpieza me parecen un pequeño triunfo sobre el caos de todas las cosas, sobre el mundo desencuadernado que arde frente a todos, sobre la dispersión y las formas grotescas y confusas que gobiernan todas las calles de todos los barrios de todas las ciudades que en este momento me rodean. Descubrir no es la palabra precisa. Acaso sea confirmar, o constatar, o corroborar. Confirmar, constatar y corroborar que me gusta, que no me incomoda la posibilidad abierta de una casa por barrer o de un montón de ropa por tender en las cuerdas en las mañanas. Limpiar ofrece una posibilidad de dominio sobre los objetos que en el fondo resulta emocionante: puede buscarse una segunda vida para un objeto con el artilugio simple de pasar un trapo con jabón y con desinfectante, si uno es de lo que usa desinfectante, claro, porque no todo el mundo usa desinfectante y en muchos casos tener o no tener desinfectante define la procedencia misma de una persona, su origen o su estado. Me gusta pensar y rescatar momentos como este, decía, en los que todo reluce en una armonía que siempre me parece frágil y que busco cuidar en la medida de mis posibilidades. Estoy escribiendo, vea usted. Estoy escribiendo un diario que empezó como una actividad paralela a una terapia psicológica y ahora estoy usando este diario como laboratorio y como filtro para las ideas que me sobresaltan y que casi siempre tienen que ver con el famoso —con el dichoso, con el mentado— libro que estoy escribiendo y que seguiré escribiendo, ya lo confirmé, durante mucho más tiempo. 

En la imbricada búsqueda de gracia y de lo sublime (lo que sea que tal cosa signifique) que han motivado las circunstancias y también, claro, la lectura de Alegría, de Manuel Vilas —un libro que araña cada fibra y devuelve la esperanza en el hombre, un libro que recuerda que la vida, ese lugar común, también es un milagro y una fortuna, me asalta a veces la idea de forzar la naturaleza para que me regale un alivio que no siempre debe brindar, que no debe brindar. Pero lo hace, y lo hace pertinaz, precisamente, para cada persona en cada lugar del planeta: cada uno de los siete mil millones de extraterrestres que habita este planeta le encarga a la naturaleza, de cuando en cuando, una muestra de belleza que lo redima y lo justifique y lo sitúe en el mundo. A mí me emocionan las nubes y la hondura del cielo, sobre todo estos días, cuando el calor de la ciudad típico de enero despeja todo horizonte y abre una superficie de fuego y me parece que todo luce ajeno, como si yo perteneciera a otra ciudad y esa calle que recorro cuando miro para arriba es otra y este fuera un lugar distinto. “Esto se parece a Los Ángeles”, pienso, cuando veo ese espectáculo en las mañanas o en las tardes, aunque nunca he estado en Los Ángeles ni sé qué tan ardiente sea el cielo en el estado de California. También me enternece el aire, respirar el aire, aspirar todo el aire y quedármelo para mí, habitándome el pecho, insuflándome el cuerpo. El aire que teje esas tormentas sorpresivas que se anuncian detrás de los cerros y sus edificios desiguales como fichas de un lego que nadie terminó de completar. El aire que respira mi hermana con una fuerza que se oye en toda la casa y que nos anuncia que se ha despertado, que ya todo empieza a ponerse en marcha una vez más. El aire que me empuja hacia arriba cuando bajo en bicicleta desde Lagos del Cacique y que muchas veces se me antojó amenazante, cruel: un aire frío que me hacía apretar las piernas y sujetarme al manubrio como un salvavidas definitivo. El agua a veces me hace pensar en la limpieza, en cuerpos que se saben pulcros, recién despojados de todo lodo. 

Aunque no pase siempre, aunque ni el cine ni los libros logren ausentar las dudas y las angustias y las preguntas sobre el futuro, sobre la vocación, sobre el dinero, sobre la familia, sobre el sexo, sobre el amor; aunque a veces me persiga esta sensación de asedio que me dice que en cualquier momento todo puede volar por los aires. Temo mucho que se quiebre este frágil equilibrio y es por eso que me aferro a esta búsqueda con tanto brío y tanto empeño y tanta insistencia. Pero a veces uno es el derrotado.

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