Los días extraños

Se me antoja extraño: que esta sea la luz de la tarde a esta hora de un viernes santo y no la lluvia de todos los años, el frío de todos los años, el gris de todos los años. De niño, recuerdo, la Semana Santa siempre me aturdió, y la imagen menos aterradora era aquella en la que un Jesucristo bañado en su sangre, jadeante y moribundo, aparecía debajo de mi cama para recriminarme por todos mis pecados. Nunca huí cuando veía las procesiones sombrías subiendo por la calle sino que me quedaba absorto, observando todo con una mezcla de miedo y morbo y fascinación. Imaginé a los nazarenos sin rostro quejándose del calor bajo su túnica, atentos al mundo por entre esos ojos artificiales que siempre me han parecido diminutos. Muchas veces quise calcular el peso de esas estatuas que se movían hacia los lados mientras avanzaban sobre los hombros de esas personas que nunca sudaban.  Recorrí las iglesias de la ciudad un poco por interés y otro por cumplir con el compromiso familiar, y siempre me sobresaltó la sensación de abandono que había en todos los lugares y el peregrinaje de todas las familias, tan felices comiendo mazorca en las esquinas mientras simulaban una pena remota en nombre de su fe. Perdí el susurro de las señoras que caminaban por todas las calles recitando sus oraciones y apretando sus drenarios. Y siempre —siempre— detesté el incienso, su olor a muerte y a dolor y a cosas cubiertas por un manto negro. Todo se me presenta bajo formas efímeras: la norma de no decir groserías en los días santos, las tareas del salesiano sobre los muchos santos y los pocos discípulos, cierta caminata poblada de ancianos descalzos —sus sollozos, sus manos abiertas al cielo, sus ojos suplicantes—, un pueblo que puede ser el de mi mamá y sus calles desiertas, abandonadas a su suerte. Esta semana en la que buscamos paralelismos y tratamos de ubicar la hora exacta para hacerla coincidir con aquella otra hora de la que viene todo este rito, todo este protocolo. Esta semana en la que siempre, por lo menos desde que lo recuerdo, llueve en la tarde del viernes y todo parece de repente en pausa, suspendido en el vórtice del luto. Menos hoy, que no llueve ni es gris ni hace frío, y que una luz delgada cuelga al fondo del patio como si fuera un día corriente, sin la sensación de estar quebrando una ley ordenada por nadie. Acaso también eso atemorice un poco. 

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