La memoria insomne

Daniel Mordzinski

Hay en internet un video inédito de una mesa redonda que sostuvieron en 1978 Augusto Roa Bastos, Julio Cortázar y Juan José Saer. Es una conversación que, sobre todo, versa en torno a la relación entre cine y literatura. A un lado, adusto, Juan José Saer (1937-2005) precisa y acota sus impresiones al respecto con seriedad constante y respuestas lacónicas, escuetas. En ocasiones pareciera reaparecer de un lugar que el plano no capta para decir una de sus frases, recogido y severo, y no es disparatado conjeturar que acaso dicha adustez y dicha economía de palabras fueran un reflejo de su literatura, lateral y compleja, puntual y densa. Una literatura que, por mucho tiempo, escapó a la mirada de los lectores y los críticos, en un país que parecía reducirse a Buenos Aires (y él, nacido en Serodino, una comuna de la provincia de Santa Fe cuya población no superaba los tres mil habitantes) y a sus pedestales: Borges, Cortázar, Bioy Casares y, más atrás, Arlt, Macedonio Fernández o Lugones. Con doce novelas, libros de cuentos, ensayos y un poemario titulado, vaya ingeniosa paradoja, El arte de narrar (1977); Saer cimentó una obra que dialoga con sí misma, conectada, una obra de archipiélagos poblados por islas recurrentes: personajes, eventos y recursos; muchas veces virulenta, sobre todo desde sus ensayos y polémicas. En su conjunto, la narrativa de Saer reúne una construcción espacial, una zona, pues, como lo refiere Julio Premat, para Saer ser escritor es serlo con un territorio, con un lugar construido al que se pertenece, una construcción en donde las obras dejan entresijos por los que se cuelan sus imágenes y sus contradicciones, una escritura que no se cierra sino que se está escribiendo, un cuerpo inconcluso, dinámico y transgresor con su sistema. Una obra que rehuyó de los moldes e implantó una sutil declaración de principios sobre el trabajo del escritor. Bien lo escribió el poeta Edgardo Dobry: “Era una decidida vocación por la entidad artística del trabajo de escritor, pero también una forma de resistencia a la creciente homogeneización de las recetas narrativas, que sirven cualquier material en una horma de talla única”.
Polisémica y compacta, El entenado (1983) ofrece una alternativa rápida para un el lector menos avezado: la de que se trata de una novela histórica, una marquilla que le resulta dudosa y discutible, y una variedad considerable de lectura e interpretaciones para un lector audaz. En apariencia, es un relato de las experiencias de un grumete anónimo y huérfano que sobrevive a una emboscada con la que los nativos de la tribu colastiné acechan a la expedición de Juan Díaz de Solís en el Río de la Plata, alrededor de 1515. El grumete, cuya figura está basada en Francisco del Puerto, escribe desde su vejez lo que vio y vivió durante los diez años en los que convivió con la tribu hasta que es rescatado por otra expedición. La correlación histórica de la novela es tangible, primero, por la veracidad histórica de los hechos, y segundo, porque, aunque de forma relativa y diversa, acoge algunas de las condiciones que define Menton sobre la nueva novela histórica: la distorsión intencionada de la historia, la revisión ficcionalizada de los personajes y, quizá una de las más plausibles, la metaficción en una narración carente de humor y de la carnavalización que propusiera Bajtín.
Las lecturas que esta novela ofrece, sin embargo, corren la cerca y van más allá de una mera revisión historicista de los hechos. Confluyen en ella, entre otras cosas, las dicotomías propias de escribir una historia del siglo XVI con la mirada del siglo XX en un juego de anacronías que articula el mito de la época con estudios contemporáneos sobre las religiones, las creencias y las formas de conocimiento, una división (no demasiada ajena al afán polarizante del capitalismo) entre lo sagrado y lo profano, lo real y lo irreal, una reflexión en y sobre el pasado con una voz y unos esquemas modernos y la mirada de extrañeza y desvarío ante un territorio que golpea los parámetros previos: América como un lugar donde se conjuga lo diferente, lo perseguido. Una novela que, si bien entra en la tradición de novelas sobre la conquista, participa de ella desde la ambigüedad genérica y la multiplicidad. 
En medio de dicha multiplicidad temática e interpretativa (la lectura alegórica en relación con la dictadura, por ejemplo, es recurrente), El entenado también supone una mirada sobre la memoria y su representación de la realidad. La memoria pareciera ser la última ancla a la que se aferra el intento del envejecido grumete por rescatar su experiencia con los colastinés. Escribiendo a mano (como, por otro lado, también lo hacía el mismo Saer), iluminado por la luz trémula de una vela que siempre amenaza con apagarse, el narrador reconstruye los hechos, reflexionando y apuntando desde un presente en donde la memoria se deja caer, frágil y difusa. Una memoria endeble que le da cuerpo y vida al relato y a los personajes y los ubica en un espacio anterior a la conciencia, tan borroso y contradictorio como su narrador.
La memoria es, en primer lugar, una seña de fragilidad y decaimiento: “Esos recuerdos son, para cada hombre, como un calabozo, y está encerrado en ellos del nacimiento a la muerte. Son su muerte.” (p. 172). Un cimbronazo de la propia desgracia que se construye desde la intuición y la percepción, desde unos recuerdos que relativizan y le quitan los contornos más sólidos a la realidad, pues esta se le presenta al narrador desordenada y confusa: “(…) se empeña en materializar, con la punta de la pluma, las imágenes que le manda, no se sabe cómo, ni de dónde, ni porqué, autónoma, la memoria.” (p. 65). La memoria es aquí, sobre todo, temor al olvido, lo que hace entender el interés de los nativos en que sea el grumete quien sobreviva y cuente los hechos pues sin historia los hombres están condenados a un lugar parecido a la nada. No deja de ser llamativo, sin embargo, que este empeño (que colinda con el fracaso) de dar cuenta de una realidad huidiza se base en un material cuya consistencia es endeble: “(…) viene de indicios inciertos, de recuerdos dudosos, de interpretaciones, así que, en cierto sentido, también mi relato puede significar muchas cosas a la vez, sin que ninguna, viniendo de fuentes tan poco claras, sea necesariamente cierta” (p. 145). Esta relativización y fragilidad de la memoria es, por otra parte, otro de los puntos de contacto entre Borges y Saer (la relación entre El entenado y “El informe de Brodie” es diciente) sobre todo ante la vacilación del recuerdo personal versus la realidad colectiva. Como lo refiere Piglia  al analizar la cuestión de la memoria en Borges: 
Los grandes relatos de Borges giran sobre la incertidumbre del recuerdo personal, sobre la vida falsa y la experiencia artificial. La clave de este universo paranoico no es la amnesia y el olvido, sino la manipulación de la memoria y de la identidad. Tenemos la sensación de habernos extraviado en una red que remite a un centro cuya sola arquitectura es malvada. 
Acaso esa red extraviada es la que conmina al grumete a contar una experiencia que vuelve una y otra vez sobre su extrañeza y lo pone ante la dificultad de narrar, a partir de retazos e imágenes persistentes (el canibalismo, el desenfreno sexual), la realidad. Una realidad que se le aparece fragmentada, fiel al mecanismo del recuerdo, sin ser fija ni permanente. Los hechos, entonces, están tamizados por un recuerdo que, al trasladarse a la escritura, se convierten en residuos y multiplican las visiones de la realidad. Como lo anotó el crítico Carlos Barriuso: “El recuerdo, al igual que la escritura o el agua, duplican las percepciones de la realidad, ahora residuos inseguros de la memoria. La duplicación llega a tornarse fragmento, fragmentos de agua que rebotan entre sí para dar nuevas figuras desconocidas”.

La memoria encarna, ahora, un problema de representación, de trasplante de lo acaecido, lo que además dificulta una perspectiva factual de los seres y las vivencias particulares. Es un problema que, además, incluye la imposibilidad del lenguaje de llenar esos vacíos y solventar las lagunas de unos recuerdos que, a veces, parecieran ajenos. Si la visión del testigo y posterior narrador es incompleta y etérea, la representación del otro atraviesa el mismo escollo, aunque sea un objetivo explícito: “Conmigo, los indios no se equivocaron; yo no tengo, aparte de ese centelleo confuso, ninguna otra cosa que contar. Además, como les debo la vida, es justo que se las pague volviendo a revivir, todos los días, la de ellos” (p. 159).
La palpitante luz de la vela que ilumina al grumete en su vejez constata la flaqueza de la memoria y de la escritura, dos entelequias que no terminan de fundar un relato sólido y sin ambigüedades, pues incluso fijar los recuerdos es tarea vana: 
Esos recuerdos que, asiduos, me visitan, no siempre se dejan aferrar; a veces parecen nítidos, austeros, precisos, de una sola pieza; pero, apenas me inclino para asirlos con un solo gesto y perpetuarlos, empiezan a desplegarse, a extenderse, y los detalles que, vistos desde la distancia, el conjunto ocultaba, proliferan, se multiplican, cobran importancia en el conjunto, de modo tal que en un determinado momento una especie de mareo me asalta y ya me resulta difícil establecer una jerarquía entre tantas presencias que me hacen señas. (pp. 159-160).
Acompaña a esta fragilidad de la memoria un intento por existir hacer existir, por crear en el relato en una vida y una experiencia que ameritan su perduración. En ese sentido, mediante la escritura, el grumete se construye una identidad y un lugar en el mundo pues da cuenta de una realidad en un mundo que fue apropiado. Otorgarse una identidad es, entonces, una consecuencia de su empeño por narrar y por dejar constancia y ofrecerle a los hechos una permanencia: “(...) cada noche, la mano que empuña la pluma, haciéndola trazar, en nombre de los que ya, definitivamente, se perdieron, estos signos que buscan, inciertos, su perduración” (Saer: p. 133). 
Ante la trepidante marcha de su experiencia, el grumete, golpeado por las circunstancias y afanoso por cerrar su vejez con el relato de sus hechos, se aferra a una memoria perniciosa y residual que no termina por finalizar su objetivo pues el olvido acecha y se sabe que el olvido es un arma de doble filo, como lo escribiría Borges en “Soy”: “Soy, tácitos amigos, el que sabe/que no hay otra venganza que el olvido/ni otro perdón” (p. 97). Y es como si nos hablara el grumete.

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