"La literatura puede iluminar los debates y parodiar el presente de una manera muy precisa": Ricardo Silva Romero

Entrevista a Ricardo Silva Romero a propósito de Cómo perderlo todo

Cortesía: Penguin Random House



Pasa así, más o menos así: Horacio Pizarro, profesor de filosofía en una universidad bogotana, publica en su muro de Facebook un artículo de la revista Scientific American que afirma que las mujeres que han tenido hijos son más inteligentes. Es un guiño inocente a su hija, que está embarazada. Y entonces sucede: una colega toma ese guiño, ese post inofensivo, para apedrear al profesor Pizarro desde su propia butaca en Facebook y acusarlo de machista y misógino. La diatriba acumula con el paso de los días miles de likes y de comentarios y de respuestas. Y a partir de allí, entonces, se suceden, una tras otra, las historias de unos personajes tan disímiles como fascinantes, en una suerte de carrera de relevos en la que el narrador salta de una historia a otra como persiguiendo esas tramas (y esos dramas) que surgen cuando el amor fundamenta y determina (para bien o para mal) las vidas de las personas. Ahí está la estudiante que insiste en desentrañar los misterios de la filosofía de la mente mientras sortea una relación amorosa que la convirtió en la decepción de su mamá, ahí está al taxista infiel, la abogada prestante que empieza una historia de amor en plenos diálogos de La Habana y cuyo amante carga con el peso de una esposa en coma a la que debe actualizar en los hechos cuando despierta sorpresivamente, ahí está la colega de la lapidación que sortea con sus corazas y agresiones la rutina de sus días, ahí está el fotógrafo atormentado y la modelo celosa, el actor decadente y su esposa valerosa, ahí está el matrimonio recién salido de la iglesia que está aprendiendo, paso a paso, cómo sobrellevar sus días y sus recelos y sus pasados, ahí está el esposo extorsionado y la esposa firme y el técnico de computadores y el cantante de restaurantes y Bogotá como un escenario enorme y raro, “como si fuera un rumor sin confirmar del universo”. Y más, mucho más: unas historias de amor que suceden de puertas para adentro y que en pleno 2016, el año bisiesto más amargo del que se tenga memoria reciente, capotean sus propias decisiones y sus propias dudas y sus propias voces.

Es así, más o menos así, como se pone en marcha Cómo perderlo todo (Alfaguara), la última novela del escritor y columnista Ricardo Silva Romero (Bogotá, 1975). Escrita a la manera de relevos, este conjunto vibrante de historias, que tarde o temprano se tocan el hombro, pone sobre la mesa un asunto interesante que poco a poco cobra más protagonismo en la literatura contemporánea: cómo entendemos la vida y cómo la sobrellevamos en estos tiempos de redes sociales, linchamientos mediáticos y tecnologías para todo. Y, sobre todo, cómo entendemos la vida y cómo la sobrellevamos cuando detrás el mundo parece desmoronarse palmo a palmo. Cómo se sostiene el amor a pesar de las circunstancias, cómo ir por el mundo a pesar del mundo. Por eso no es gratuito que la novela vaya de enero a diciembre de 2016, el año más extraño y convulso de la última década: el año de Trump, del Brexit, de la victoria del No en el plebiscito, de los asesinatos más escabrosos contra mujeres y niñas, de la homofobia como ideología. Ricardo Silva Romero vuelve a jugar con los dos planos con los que estructuró Historia oficial del amor, el libro que escribió sobre su familia: la historia minúscula, cotidiana, la que tiene su inicio, nudo y desenlace en las cuatro paredes de las personas; y la Historia con mayúscula, la que incide en el curso de los días y determina la vida de la gente de una u otra forma. Y desde esa fórmula construye un mosaico amplísimo de relatos y de personajes y de situaciones que van del humor (un sello de autor) y la ternura al drama y la violencia. Novela de voces y de ritmos variados, Cómo perderlo todo se lee con risa y con una mueca de angustia pues nada está sujeto a los lugares comunes ni a los finales felices y quizá ahí haya un logro para nada despreciable cuando se trata de historias de amor: haber construido una novela entera alrededor del tema sin resignarse a la melosería, los diálogos edulcorados ni la cursilería. 

Además del amor y las tramas que se turnan y las voces que intervienen de cuando en cuando, en Cómo perderlo todo se abordan temas cruciales de nuestro tiempo a partir de un compendio de personajes que van desde lo más rancio del poder bogotano al lenguaje llano de la clase media. Ahí están los debates sobre aquello que tanto nos enfrentó en ese 2016 vertiginoso: el carácter de mala novela con mal chiste al final en la que terminó convertida la elección presidencial estadounidense o la campaña sucia de los días del plebiscito y, sobre todo, ahí están las reflexiones sobre el cambio que ha operado en nuestro tiempo con la incursión de la tecnología (ya están Instragam, Twitter, Facebook, Uber, Deezer). ¿Ha cambiado nuestra forma de relacionarnos desde que cualquiera se hizo a cargo de su posibilidad de opinar sobre cualquiera tema? Los monólogos del profesor Pizarro, víctima de esa nueva forma de veredicto, son precisos al respecto. Al final, la novela presenta un fresco tan revelador como fascinante de la forma en la que estamos viviendo estos días en los que mantenerse de puertas para adentro parece un discreto triunfo de la sensatez, sobre todo cuando el ruido en las redes es constante y la información no da respiros. 

A propósito de Cómo perderlo todo, su autor conversó sobre estos temas y, de paso, sobre otras cosas. 


Cortesía: Señal Colombia

Una de las cosas más llamativas que podrá reconocer un lector de su obra en Cómo perderlo todo es el guiño a sus obras anteriores. Ahí está en alguna página una mención al apartamento de Pepe Calderón Tovar, el narrador deportivo de Autogol; Doris, un personaje, está viendo un capítulo de un programa español llamado Semejante a la vida, como uno de sus libros; el tono remite a uno de los capítulos de Historia oficial del amor; las descripciones de la vieja Bogotá del centro y La Candelaria recuerdan a las de la Bogotá de El libro de la envidia; Magdalena Villa, la terapista, trataba con niños con traumas de la masacre de Camposanto, como se llama el caserío donde ocurre la matanza de El Espantapájaros; aquel diálogo revelador entre Emperatriz y Ramiro Fúquene tiene el pulso trepidante del diálogo vital de Comedia romántica. Y, por su puesto, la estructura de “intercalamiento” de historias y de voces, en una suerte de traspaso del testigo, remite a la misma de Sobre la tela de una araña. Quisiera, entonces, preguntarle por esos guiños (si son o no intencionales) y sobre todo qué ha pasado en su manera de entender la ficción y la escritura desde que publicó su primer libro hasta Cómo perderlo todo, pasando por la reflexión de Ficcionario, pues parece que recogiera sus aprendizajes, sin perder sus marcas de estilo (la voz reconocible, las onomatopeyas, las descripciones en detalle, el humor) ni sus juegos literarios. 

Esos guiños son conscientes e intencionales. Suceden mientras sucede la escritura –suele aparecer el edificio La Gran Vía, por ejemplo– como una manera de recordarme y recordarnos que estoy y estamos pisando el mismo mundo. Quizás eso signifique que desde Sobre la tela de una araña hasta hoy he estado entendiendo la ficción como un juego, como una lengua que concentra y articula y reinterpreta la realidad –y que es también un enigma–, pero sobre todo quiere decir que cada vez que me siento a escribir me siento a escribir sobre el mismo lugar, sobre un mundo que es una manera de ver el mundo. Por otro lado, lo que usted dice sobre los aprendizajes es cierto, porque si de algo soy consciente todo el tiempo es de que en cada libro nuevo estoy recogiendo lo que aprendí a hacer con los anteriores: de Parece que va a llover me viene la obsesión por hacer la narración concreta hasta el detalle, de El hombre de los mil nombres me viene la vocación a documental minuciosamente el mundo que esté narrando, de Sobre la tela de una araña me vienen las ganas de contar por relevos una novela y de El Espantapájaros la manera de hacerlo, de Autogol me viene la estrategia aquella de tener a un grupo de lectores interesados e involucrados mientras trabajo en el texto. Si el estilo sobrevive a las tramas y a los géneros es porque es esa misma visión, esa misma forma de ser. De algún modo, el estilo es el fracaso en el intento de ser siempre otro, de descubrir otra clase de belleza.


Hay algo que me llama la atención y que le han preguntado en varias entrevistas, y es su impresionante disciplina de trabajo. En un artículo que publicó durante sus años en SoHo escribió “Estoy atrapado en esta forma de vivir la vida. Y por eso, porque en este punto no tengo alternativa, ya no importa si a los lectores les gusta lo que hago. Yo escribo lo que puedo. Yo escribo lo que tengo”. Y parece cumplir: viene de una reflexión sobre la ficción y de libros monumentales como Historia oficial del amor El libro de la envidia. En este punto, y tras el mosaico de historias y personajes de Cómo perderlo todo, ¿cómo analiza su propia profesión, su propio trabajo? ¿Qué ha cambiado en su labor como escritor desde que descubrió su vocación, “la voz que nos revela quiénes somos en verdad”, como la definió?

Si algo ha cambiado fundamentalmente es que ya no me da vergüenza decir que soy escritor. Ya entiendo bien que cuando digo que soy “escritor” no estoy diciendo que sea un buen escritor ni que sea un intelectual, como si la palabra misma fuera un aval y un título nobiliario impuesto por uno mismo, sino que simplemente me dedico al oficio de escribir. Ese pequeño cambio ha sido fundamental para mí porque me ha hecho entender que no estoy despertando consciencias ni incomodando burgueses ni transformando la historia del arte, sino escribiendo lo que tengo en el estómago. Que, mejor dicho, cada lector verá si lo que estoy haciendo yo sirve para despertar o para incomodar o para transformar, porque lo que suele llamarse “la profundidad de un texto” se encuentra en el lector como la emoción de un pentagrama se encuentra en su intérprete. Y, como yo he entendido que mi trabajo es escribir lo que se me ocurre, entonces me he sentido cada vez más cerca de los zapateros que de los filósofos, más cerca de los artesanos y de los libretistas que todo el tiempo están trabajando que de los pensadores que todo el tiempo están haciendo el duelo por lo que ya pensaron. Algo así escribí en Ficcionario porque, gracias al amor y al interés de Carolina por mi trabajo, me pareció claro que tenía que estar escribiendo todo el tiempo, que era mejor para mí ir chuleando las ideas que quiero escribir a estar dándoles vueltas.


Muy unido a sus labores, quisiera preguntarle cómo sortea el asunto de la realidad cuando lo aborda en sus novelas y, sobre todo, en Cómo perderlo todo, donde los hechos (el plebiscito, el Brexit, Trump o el asesinato de Yuliana Samboní) son, si se quiere, una suerte de telón de fondo, de ruido que acecha. Y se lo pregunto porque puede existir el riesgo de soltar demasiado el columnista y relegar al novelista en el tratamiento de esos temas, sobre todo cuando se escribe tan seguido en El Tiempo El País.

Es una gran pregunta. Da para hablar de por lo menos tres cosas. Primera cosa: por supuesto, las novelas, a diferencia de los periódicos o de las columnas de opinión, son el territorio de la ambigüedad, de la fascinación –no del enfrentamiento– con las personas que piensan diferente de uno y con las situaciones que suelen sucederles a los otros pero que podrían sucederle a uno si no les sucedieran a sus personajes. Resulta fundamental, desde mi punto de vista, que la novela no sea el vehículo de ninguna hipótesis, de ninguna ideología, pero suele llevar adentro una visión del mundo. Resulta fundamental que una novela no sea una columna puesta en escena.
            Segunda cosa: dicho todo lo anterior, los hechos de la política pueden ser, sin ningún problema, el ruido de fondo al que los personajes le dan la espalda o el escenario por el que ellos se mueven o incluso el tema que les está preocupando: me ha gusta siempre, de una película de los setenta que se llama Shampooy en general de las películas gringas de los setenta, la manera como sus protagonistas discutían la presidencia de Nixon como la discutían las personas de la calle. Los personajes de ficción pueden servirse de las noticias como pueden servirse de los demás textos de la realidad, me parece, pues el resultado tiende a ser que se definen aún más frente a los otros. 
            Tercera cosa: para mí ha sido interesante tratar de ser una sola persona, un crítico de cine novelista en El hombre de los mil nombres, un autor de libros infantiles y de novelas históricas en El libro de la envidiao en Todo va a estar bien, un narrador columnista en Autogol, sin quitarle al ejercicio de la novela sus libertades y sus herramientas y sus maneras de hacer justamente lo que ningún otro texto puede hacer así de bien. Cuando estoy escribiendo una novela, estoy en ese modo de ser, de hallar bellezas que desconocía y de dar con lugares de la vida que no veía de antemano. Y cuando me pongo a hacer una columna estoy varado en una realidad que estamos viendo todos al mismo tiempo. 


Cada personaje es presentado desde el inicio con su signo zodiacal y su edad, y el asunto del tarot y la astrología atraviesa toda la novela. ¿De dónde surge el interés por incluirlo de forma tan sustancial y me pregunto cuánto habrá de su señor padre en dichas inclusiones?

Por mi papá, que sigue vivo a pesar de todo, no temo a ningún método de conocimiento ni menosprecio esos caminos para entenderse a uno mismo: les doy su lugar. Están incluidos como están incluidos en Cómo perderlo todo porque en el 2016 nos vimos, Carolina y yo, más metidos de la cuenta en investigaciones como esas: como todo estaba saliendo tan mal, como se nos moría la gente y nos salían al revés los planes, nos metimos con humor y con fascinación aún más –porque ni ella ni yo hemos tenido prevenciones al respecto– en las cartas astrales y los horóscopos más elaborados, que claro que los hay. Están esas claves astrales en la novela, creo, por tres razones: porque me pareció una manera de mostrar que estamos todos en la misma trama, porque me pareció divertido definir a los personajes por su signo con la facilidad con la que describen los fabuladores a sus héroes (“había una vez una bruja mala…”) y porque los horóscopos son conmovedores en la medida que prueban que somos una raza –una especie– de huérfanos que guardan la esperanza de que todo esté escrito en alguna parte.


No sé qué tan descabellado sea plantearlo, pero parece coexistir una similitud entre la estructura de la novela (un narrador omnipresente que cede la voz a sus personajes pero que controla todas las historias y todos los personajes) y el asunto de la filosofía de la mente que tanto discuten el profesor Pizarro y Flora, su estudiante, sobre la mente global y el “software” que cada uno es. ¿Se trata, en esencia, de la misma idea: de que en la novela, como en la mente global, todos están conectados, todos tiene algo (o alguien) arriba que los vigila y los controla y los narra?

No es nada descabellado. Es así. Es exactamente lo que usted dice y me alegra que sea precisamente su interpretación: que en la novela, como en la mente global, todos los personajes están conectados por algo o por alguien que los vigila y que los narra y que se deja narrar por ellos. La suma de las historias que tenía entre manos me llevó a la filosofía de la mente y a la astrología, y la filosofía de la mente y la astrología me llevaron a la estructura de la narración.

El hecho que desencadena las historias es la publicación que hace en Facebook el profesor Pizarro y la lapidación a la que lo somete Gabriela Terán. Desde allí, el profesor hace una serie de reflexiones sobre los tiempos mejores sin redes sociales, pero al tiempo se niega a cerrar su cuenta y vigila de cuando en cuando el avance de la pedrea. ¿A dónde quería llegar la novela al respecto, sobre todo porque está escrita desde nuestros tiempos, con WhatsApp, Uber, Instagram, Deezer y Twitter en medio? ¿Ya está la novela de nuestros días escribiendo cómo vivimos ahora o apenas estamos entrando en ello?

Es que nuestros tiempos, que están llenos de muletas tecnológicas, comenzaron hace muchos, muchos años: con las parabólicas y los inalámbricos y los betamax y los computadores. Ya en Juegos de guerra, la película de 1983, había algo semejante a internet. Ya en Graceland, el disco de 1986, está la idea de la cámara que nos sigue a todos y del panóptico en el que vivimos. O sea que la novela y la serie y la película de nuestros días se ha estado escribiendo hace tres décadas. Ya nos hemos dejado modificar por la narración de lo que nos ha estado pasando y hemos narrado con juicio lo que nos ha estado pasando. Cómo perderlo todo habla de estos días, pero sobre todo los cuenta. Y a la astrología y a la filosofía de la mente y a las religiones les suma las redes sociales para que el pulso entre la individualidad y la muchedumbre sea aún más difícil de lo que ha sido desde que existe –para ello: para dar ese pulso– el género de la novela. 


No se puede leer esta novela sin reírnos a carcajadas por los diálogos o por las situaciones, a pesar de que muchas veces lo que late detrás es el drama. Y el humor es, por decir lo menos, una de sus marcas de autor. ¿Cómo encara el humor cuando la historia no es precisamente chistosa sin caer en la caricatura o el chiste fácil?

Yo creo que la clave, que no la pienso porque quizás entonces me enredaría, es justamente lo que usted acaba de decir: que el humor debe venir de las situaciones aun cuando no sean evidentemente cómicas, que el humor debe ser una manera de encarar y de decir las cosas, una forma de ser en últimas. Si no, si no es un talento o si no es una respuesta a los hechos como un instinto, es probable que se parezca más a la sorpresa que al suspenso y es muy probable que falle. Suena tonto, pero es probable que no sea chistoso aquel que trate de ser chistoso, es probable que aquel que trate de ser chistoso sea chistoso para los demás por las razones equivocadas. 


En una entrevista que dio a El Espectador dijo que le hubiera gustado ser cineasta o músico pero que luego cayó en cuenta de que para ambas labores debía salir de la casa. Y tengo la sensación de que le rindió homenaje a esas dos pasiones en todas sus novelas, claro, y hasta en la biografía de Woody Allen, pero sobre todo en Cómo perderlo todo, donde las referencias al cine (Bertolucci, por ejemplo) y a la música (de Paul Simon hasta Alzate) son numerosas…

Quizás esas referencias sean marcas del estilo, quizás sean modos de ser cineasta o músico en el papel, pero tiendo a pensar que las películas y las canciones son realidades con las que cuentan las personas todos los días de sus vidas. Hoy sí que es claro que las series de televisión y las noticias son temas de conversación en las oficinas. Y es evidente en las redes, por ejemplo, que todo el mundo anda por ahí compartiendo lo que ve y lo que oye. Y que lo que ve y lo que oye hace parte de su personalidad. Y bueno: así puede suceder también con los personajes, que se crucen con las noticias, con las películas y con las canciones, y así superen los días largos y sigan adelante.


¿Cuál era el plus especial de ubicar estas historias en el 2016, año bisiesto y aciago? ¿Podría pensarse Cómo perderlo todo en otro año o se trata de una elección articulada con las penas de los personajes?

Podría uno escribir una novela sobre cada año, pero esta es, claramente, necesariamente, sobre 2016. Es decir: como en las historias de Navidad, en la que la Navidad es el accidente que les sucede a los personajes, en Cómo perderlo todo a los personajes les sucede el bisiesto 2016, con sus giros y sus traiciones. Es decir, en la trama, en el tejido, se encuentran los hechos de ese año con los protagonistas de las historias de pareja, y así tenía que ser. El plus de 2016 se encuentra en todo lo que nos sucedió a todos y que nos sigue sucediendo: la revisión de la guerra colombiana a partir de los acuerdos de paz, Trump, los nacionalismos revividos y que vivían ocultos tras los discursos progresistas.


Verónica, personaje de la novela, tiene un affaire con un exministro que hace parte del equipo negociador de La Habana, al igual que ella, en una de las historias más trepidantes del libro. ¿Por qué jugar con los escenarios de la realidad (De la Calle y el general Mora saludan a la abatida Verónica en una escena) y traerlos a la ficción? ¿Es, acaso, un intento por quitarles tanta solemnidad y entender que hay un lado humano, demasiado humano, en cada persona?

Creo que en ese caso funciona la vocación a “certificar el relato”: el acuerdo con el lector de que lo que se está contando es la verdad, y la ficción no está mintiendo ni distrayendo, sino dándole forma a la realidad. Creo que los personajes de ficción le hacen muy bien a la realidad. Y que los personajes reales ganan mucho cuando son explicados desde la literatura. Es eso. Sí, se humanizan todos y todos existen gracias a los otros.


En la novela se mencionan ciertos aspectos que usted ha tratado en su labor como columnista: el triunfo mentiroso del No gracias a una campaña sucia, las marchas homofóbicas contra la adopción igualitaria, la victoria increíble de Trump a pesar de sus exabruptos, el machismo y la misoginia rampante de nuestro país, las lapidaciones inclementes bajo el paraguas de las redes sociales y las noticias falsas, etc. En ese sentido, no es difícil sentir que en la voz de muchos personajes está su propia voz y sus propias opiniones. ¿Es Cómo perderlo todo, además de una gran novela, un recordatorio del mundo en que vivimos y del que no puede ser ajena la literatura y la ficción?

Sí, en efecto, la ficción y la literatura no tienen por qué temerle a ningún tema, pues sus miradas renuevan, afectan, dan la vuelta a cualquier tema. Y no hay ningún tema que sea superior o inferior al arte. Quiero decir: la literatura puede ser ajena a lo que está pasando ahora y hablar de lo que a su autor le dé la gana, pero no tiene por qué hacerlo, y puede iluminar los debates y parodiar el presente de una manera muy precisa. Cómo perderlo todo está llena de personajes que piensan cosas que yo también pienso –aunque ninguno piensa exactamente lo que yo pienso–, pero también está llena de personajes, que a mí me fascinan, que piensan cosas que jamás se me pasarían a mí por la cabeza, pero que por cuestiones de la vida conozco muy bien. Eso quizás es lo que más me llama la atención del resultado: que, luego de años y años de columnas a favor de los causas liberales, tuve la oportunidad de seguir con compasión y con cariño a una serie de personajes que defienden de buena fe las hipótesis contrarias, pero que, en el momento en el que un avión esté a punto de caerse, serán idénticos a uno.


Por último, ¿cómo pensó Cómo perderlo todo antes de sentarse a escribirla? Puede ser una novela total de nuestros días, pero, en vez de ofrecer panoramas generales y grandes relatos de sociedad, ilustra nuestras nuevas formas de vida y nuestros nuevos ritmos desde historias mínimas, cotidianas. Hay, creo, dos tensiones. La primera entre historia e Historia, como sucede en Historia oficial del amor, donde las historias pequeñas se trastocan unas y otras mientras la Historia (el Acuerdo de Paz, las elecciones en Estados Unidos) con mayúscula determina el curso de los días. Y la segunda tensión es, diríamos, estructural, entre una gran historia que revela nuestra sociedad, pero contada desde lo común, lo ordinario. 

Sí, hay una novela: un mundo en pugna con sus personajes, unas historias en pugna con la Historia, mejor. Y yo pensé así justamente: cada personaje, uno por uno, como mentes dentro de una mente global, como un destino dentro de una trama astral, como cotidianidades en una cultura llena de trampas, como individuos dentro de una sociedad que puede usar las redes sociales para masificarse o para comunicarse de una vez por todas. Me gusta la idea de un mural en el que están nuestros comportamientos de estos tiempos, de una pintura en la que cabe todo un pueblo o un tríptico en el que están los vicios que nos están aquejando, de una serie de aquellas en las que cabe todo o una película de Robert Altman de las que me gustan –como Nashville o como Short Cuts– en las que uno sigue a todos los personajes con el mismo cariño porque en verdad está pendiente de un mundo. Una vez más, ahora, que ya está publicado el libro, todo parece muy claro, pero en el momento de la escritura yo lo que hice fue ir de personaje en personaje con unas ganas muy raras de recrear esas vidas.

Comentarios

  1. Yo dey wossup
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