Una historia cualquiera



A Yojhan y Sebastián, escuderos


Fue la rabia y fue el cansancio. Era yo, sentado, reducido, balanceando las siempre cortas piernas desde la banca de la inmensa Iglesia de María Auxiliadora, mirando de tanto en tanto el techo de ajedrez e imaginando movimientos sorpresivos. Fue el odio y el aburrimiento, el insondable aburrimiento de las misas obligatorias y las oraciones al principio de cada clase. Éramos nosotros, sentados en orden, mirando cómo alguno de los compañeros era llevado al consultorio de la psicóloga "porque dicen que es gay y hay que mirarlo". Fue la suciedad y la lluvia y el hartazgo y los salones siempre cubiertos de un polvo denso, oscuro, que todo lo volvía gris y triste para siempre. Era yo, acompañado de los amigos de siempre, resoplando con furia en las eternas pruebas de resistencia: "Villalba, treinta vueltas al colegio". Fue el ruido, la oscuridad siempre amenazante de los talleres subterráneos donde entrábamos ingenuos y curiosos y salíamos, cinco años después, con uno que otro conocimiento de mecánica, de electricidad, de dibujo técnico. Era yo, atento a cualquier forma de distracción ante los profesores insultadores, desdeñosos, opacos y sin gracia, buscando libros de Vargas Llosa y Cortázar en la biblioteca fantasmal. Fue, también, el escándalo a voces, los raptos de rabia del que nunca hablaba y el tartamudeo de aquel que cargaba un monedero de cuero y le prestaba dinero a todos. Era yo, fascinado ante las profesoras de Ciencias Sociales y Lengua Castellana, tranquilo por fin de encontrar una clase donde el goce parecía común. Éramos nosotros, formados en filas paralelas sin ningún descuadre, tostados al sol mientras el rector, un sacerdote de algún lugar, nos regañaba desde arriba para luego echarnos la bendición y ordenarnos ir a clase. Fue el infierno, el ocasional oasis. Era yo, pinchado de acné y sin señales de crecimiento, esperando el turno en una cafetería imposible. Fue el hábito y, al final, una rutina muy parecida a la resignación. Nosotros éramos los "malparidos", los "gamines", los "hijueputas", los "vagos" en las clases de música, de teatro, de filosofía, de cálculo. Nosotros: todos: los estudiantes de ese colegio masculino, uno de los mejores de la ciudad y cuya principal característica era su estricta rigidez de cárcel y de convento. Éramos nosotros, enfurecidos, organizando una marcha que luego paralizaría la ciudad y por la que, si no fuera por las calificaciones, nos habrían expulsado. Fue la risa y la cercanía, la inconsciencia de estar viviendo un instante irrepetible que pronto desaparecería de todas las memorias. Y ahora, siete años después, es el intento del recuerdo al que vuelvo cuando paso por ahí: una mole que se puede ver desde cualquier lugar (sus balcones envejecidos, su Teatro Sofía, tan raro y tan majestuoso, su Iglesia de María Auxiliadora). El lugar era el Instituto Tecnológico Salesiano Eloy Valenzuela. Y el recuerdo: esa extraña sensación de tiempo recobrado. La felicidad, dice Fernando Vallejo, solo existe en la nostalgia. Yo también lo creo.

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