La esquiva memoria

Tomada de Malpaso Ediciones

La trayectoria literaria de Margarita García Robayo (Cartagena, 1980) se ha desenvuelto, sobre todo, en dos campos que, a simple vista, parecen disímiles: el cuento y el periodismo. Desde Hay ciertas cosas que una no puede hacer descalza (2010) hasta Tiempo muerto (2017), su última novela; ha dejado entrever un lenguaje que toma de estos dos oficios su precisión y su concisión, la búsqueda de la frase corta y sentenciosa que englobe a personajes casi siempre huidizos y ajenos, marginados. En Lo que no aprendí (2014), la que sería su primera novela, deja entrever esta suerte de resignación pueril de los personajes a sus propios mundos, al abandono de la memoria (o a su desintegración), a la fuerza del olvido y el intento infructuoso de juntar recuerdos cuando escasean o se pierden.

Entre ese intento y esa resignación se mueve Catalina, la narradora protagonista, de once años. Construye su relato personal echando mano de una voz que se ajusta a su edad, con la mirada cándida propia de una niña a la que, poco a poco, se le van descubriendo la violencia y el sexo. A grandes rasgos, el relato de Catalina se articula, en la primera parte (que ocupa casi toda la novela), a partir del recuerdo de su familia y de las anécdotas que de ella se desprenden pero, sobre todo, del intento de dilucidar a su padre, un hombre que, luego de una carrera de abogado, se dedicó a las ciencias ocultas. En ese trance se dibuja un cuadro cuyas aristas completan la madre, ambigua figura que destila amor y rabia a partes iguales, las hermanas, Isabel y Eugenia, en medio del tránsito de la niñez a la adolescencia y el hermano menor, Gabito, figura que aparece y desaparece y que, por momentos, pareciera ser ignorado dentro de semejante engranaje. La segunda parte, por otro lado, termina de componer el círculo del paso del tiempo: la voz se afina y madura y se hace cruda y abandona la simplicidad de los primeros años y lo que antes eran insinuaciones, descubrimientos recientes, preguntas urgentes, es ahora una realidad normalizada y asumida: el sexo, la distancia familiar, el desmoronamiento de la memoria.

Justo en ese espacio intermedio entra a jugar la piedra angular de la novela: la reconstrucción de una figura (de unas figuras) desde la distancia temporal y geográfica. Catalina ya no está en su casa familiar de Cartagena sino en un piso de Buenos Aires, en una relación cuyo matiz sexual termina ligándose al recuerdo de su padre, ajena por completo a la agitación telúrica de su familia: de su madre explosiva y su padre ensimismado, de sus hermanas enamoradizas y su hermano huidizo, de Anibal, el vecino venido a menos que deviene en un caso perdido pero por el que Catalina, progresivamente, conoce el sentimiento amoroso.

Entonces, tras la muerte de su padre y el viaje a Cartagena para su sepelio, se pone en marcha el mecanismo de la memoria que, en la novela, no es otra cosa que el intento por reconstruir una historia a partir de sus retazos. Es ahí donde la novela se convierte en un interesante ejercicio donde la ficción y su tensión con la vida se entrecruzan para revelar, por ejemplo, las dificultades de la escritura, la forma en que se puede o no narrar la experiencia personal, la dificultad de escribir el mundo propio sin caer en autoindulgencias ni sentimentalismos. A partir de dicha tensión, la narradora rearma su vida familiar, tratando de rescatar los recuerdos y con el afán deliberado de hacer de su padre una figura que vaya más allá de las anécdotas inocentes para la galería. Desarmarlo, evitando hacer de él una suerte de mito familiar, apelando a las zonas que su madre y sus hermanas no tocan: “Mi padre fue la principal víctima de ediciones extremas en la memoria familiar: llegó a convertirse en una especie de ser divino y milagroso al que ni lagañas le salían. En el relato familiar, al menos para mí, mi padre aparecía cada vez más desdibujado. A medida que pasaron los años se me fue haciendo más ajeno, más brumoso, más místico y menos real. No me gustaba ese recuerdo, pero tampoco tenía muchos más”.

El conflicto, pues, queda establecido: cómo aprehender la experiencia y el peso de la realidad desde un lugar del tiempo parecido al olvido. El padre sanador y medio brujo, la madre violenta y subordina y las rencillas de las hermanas: todo conduce a una región de la memoria que se escapa y se desdibuja.

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