La búsqueda de la distancia


No es demasiado exagerado pensar que, si el posmodernismo está dando sus últimos respiros en la literatura actual, la fragmentación y el silencio sean sus más ruidosos jadeos. Es una tendencia que, por lo menos en América Latina, han cultivado un puñado de escritores notables: Alejandro Zambra, Andrés Neuman, Piedad Bonnett y varios otros. Vida, la segunda novela de la escritora colombo-estadounidense Patricia Engel, publicada en inglés en 2010 y luego traducida y editada en español en 2016, también sigue la estela, aunque a partir de un tema que, para muchos, ya viene revestido con uno que otro cliché, una que otra marca: la migración. La migración como estado y como origen pero, también, como peso y como extravío.

Porque, tal como lo señaló el jurado que lo reconoció como el libro del 2016 en la última edición del Premio Biblioteca de Narrativa Colombiana, se trata de una novela que se aleja del típico ritmo gansteril que intenta abordar la narrativa del inmigrante: de las pandillas y las drogas y las persecuciones. Y lo hace, precisamente, desde un tono contenido, con cierta cadencia que resalta por el fragmento conciso y el silencio de Sabina, la narradora protagonista.

Compuesto por nueve relatos, Vida es una suerte de compendio de pinceladas de la vida de Sabina durante su infancia y juventud: los hechos, las circunstancias, los personajes que, por una u otra razón, tuvieron o no que ver con ella. Cuatro de los relatos, precisamente, tienen como título el nombre aquellos personajes: Lucho, amor primerizo entre una familia rara y un tío con problemas judiciales; Paloma, desgastada por la enfermedad y resignada al ominoso peso de las circunstancias; Vida, la amiga explotada que intenta buscar una segunda huida; y Día, el novio cuyo amor nunca pudo ser. Y, entre ellos, las historias mínimas, particulares, de quienes se mueven entre una identidad y la otra, entre hechos que, con el paso del tiempo, parecieran un acto de justicia poética, como en “Verde”, cuando Sabina se entera de que Maureen, quien le martirizó la juventud, había muerto de anorexia, entre dos países que se reconocen de lejos, entre amores que se saben perdidos de antemano.

“Madre patria”, el último de los relatos, pareciera condensar esta inusitada poética de la migración. La tensión entre el país que se vive y el que se recuerda (que se imagina, que se sueña, que se supone) no termina de resolverse: “Yo era alguien aquí”, dice la madre de Sabina, lamentando su vida perdida en Colombia, su país natal. Y es que es esa una de las pulsiones fundamentales del libro: la de no terminar de pertenecer a ningún país ni fijar una frontera que haga la diferencia. No resultaría extraño, pues, que buena parte de los personajes estén en permanente desplazamiento o, como en otros casos, desaparezcan repentinamente y regresen de pronto, sin previo aviso, cansados de su experiencia y resignados a lo que había antes.

En esa fluctuación entre la permanencia y la huida, en medio de la historia con minúscula y la Historia con mayúscula (uno de los relatos tiene como telón de fondo el 11-S), es sencillo encontrar las claves de una manera de contar la migración que no deja de ser novedosa. Por un lado, como se mencionó más arriba, se disipa todo lugar común de lo que se espera en una historia de inmigrantes. Pero también se logra evitar la condescendencia o el manierismo facilista de la nostalgia por el lugar que se dejó, por el país de origen o de infancia. Los dos países son narrados y habitados y recordados con la misma crudeza y la misma distancia: sin mayores emociones, sin mayores angustias. Estados Unidos repele, avasalla, condena y degrada. Colombia aterra, extraña y decepciona.

Aquella tensión entre uno y otro lugar se despacha mediante un lenguaje llano, forense y directo, salpicado de anglicismos o, lo que en la versión de los menos escrupulosos, se hace llamar spanglish, y acaso ese estilo sea una especie de apéndice a la distancia y la serenidad con la que Sabina cuenta su vida. 

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