Entre la vocación y el miedo



Javier Valdez tenía cincuenta años. Era corresponsal en México de AFP, periodista de Ríodice, reportero de La Jornada en Sinaloa. En 2011, el Comité para la Protección de Periodistas le otorgó el Premio Internacional de la Libertad de Prensa por su trabajo. Durante su trayectoria, publicó varios libros sobre el fenómeno del narco en su país —y, sobre todo, en su región, Sinaloa, donde la violencia se ha recrudecido tras la extradición del Chapo Guzmán: cerca de 500 homicidios, ejecutados con saña (decapitaciones, lanzamientos desde avionetas en pleno vuelo, desmembramientos, torturas) —: Miss Narco, Huérfanos del narco, Malayerba. Javier Valdez fue asesinado a tiros el pasado 15 de mayo en Culiacán, capital del Estado, a plena luz del día, luego de que unos hombres se atravesaran frente a su vehículo. Javier Valdez se convirtió en el sexto periodista asesinado en México en lo que va de este año. Desde que arrancó el siglo, han asesinado a 100 comunicadores en ese país. Javier Valdez es el último mártir de un oficio que nunca deja de mostrar sus riesgos y sus conflictos, en medio de la violencia camaleónica, de las presiones institucionales, la intimidación, la censura y la autocensura. El periodismo se ha convertido en América Latina —y, cómo no, también en Colombia— en una profesión peligrosa y amenazada permanentemente, mantenida a flote por hombres y mujeres que, aun a costa de su integridad y seguridad, ponen por encima el noble interés que tiene el oficio por informar a la ciudadanía, por ponerla al tanto de los abusos del poder, de las transgresiones de la violencia y de las tretas de aquellos que manejan el sistema. Pareciera que aquella entusiasta frase que Albert Camus pronunció eufórico, champagne en mano, tras el cierre de una edición más de Combat, su periódico de resistencia —“¡Vale la pena vivir por este oficio!”—, se distorsionara tristemente en nuestro continente: ¡Vale la pena morir por este oficio!, como lo han demostrado los 138 periodistas que han sido asesinados entre 2006 y 2013 según el informe de la Relatoría Especial para la Libertad de Expresión de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos en el informe Violencia contra periodistas y trabajadores de medios: estándares interamericanos y prácticas nacionales sobre prevención, protección y procuración de la justicia. En su último informe, la Relatoría Especial alerta sobre los 33 asesinatos cometidos contra comunicadores en la región, además de desplazamientos y desapariciones. Las circunstancias, pues, no parecen muy alentadoras.

Javier Valdez / AFP-Fernando Brito

Ante esto, es importante echar un vistazo a nivel global que proporcione una perspectiva más amplia. Reporteros Sin Fronteras contabilizó 74 asesinatos de periodistas en ejercicio de su labor, o por causas relacionadas con el mismo, una disminución frente a los 101 del año anterior que deja ver, más que un alivio, otra realidad: la huida, la autocensura y la ausencia de medios, especialmente en zonas de conflicto como Siria, Yemen, Irak, Libia, Yemen, Afganistán y Burundi. La cifra de comunicadores detenidos o tomados como rehenes no es menos preocupante: 52 periodistas fueron tomados como rehenes mientras que 348 fueron detenidos por razones ligadas al ejercicio profesional: Turquía, Siria, China, Egipto e Irán encabezan la ominosa galería de países que intentan acallar y secuestrar a quienes intentan informar.

Las cifras de América Latina mencionadas anteriormente encuentran en el caso colombiano una suerte de resumen y ejemplo. Envuelto en un conflicto de más de medio siglo que, según las cifras entregadas por el Centro Nacional de Memoria Histórica en el informe Basta ya: memorias de guerra y dignidad, ha dejado, entre 1958 y 2012, 218.094 muertos, de los cuales el 81% fueron civiles y la escalofriante cifra de 5’712,506 víctimas; el país no ha sido un escenario que facilite el ejercicio del periodismo pues las amenazas y las acciones de los actores armados y de las fuerzas institucionales han torpedeado el trabajo de los comunicadores. El periodismo ha sido en Colombia una profesión de alto riesgo que ha tenido que sortear asesinatos, amenazas, censuras, autocensuras, presiones, intimidaciones y silenciamientos.

Guillermo Cano, asesinado por orden del narcotráfico.

Los nombres que encarnarían dicha realidad coparían estas páginas y sus figuras nos sumirían en las sombras: Guillermo Cano, Jaime Garzón, Raúl Echavarría Barrientos, Carlos Lajud Catalán, Flor Alba Núñez Vargas, Luis Carlos Cervantes, Orlando Sierra, Diana Turbay. Nombres que llenan la lamentable lista de 153 periodistas asesinados en Colombia desde 1977 hasta 2016, según la FLIP. En La palabra y el silencio: la violencia contra los periodistas en Colombia (1977-2014), el Centro Nacional de Memoria Histórica ofrece cifras que también dicen mucho sobre la realidad del ejercicio periodístico en el país. Del 2004 al 2015, si bien han disminuido considerablemente los asesinatos contra los periodistas, ha aumentado el número de amenazas y autocensura. Un periodista amenazado o presionado (por pauta, por contenido, por intimidaciones) prefiere callar o irse de su lugar de trabajo antes de pagar con su vida el precio de su labor. De los 153 periodistas asesinados, 112 trabajan en medios pequeños, regionales, muchas veces rudimentarios y desprovistos de tecnología avanzada o ingresos económicos fuertes. El 50% de estos casos quedan en la impunidad, relegados al olvido o confinados a la eterna y asfixiante burocracia del sistema judicial. Pero hay un dato especialmente relevante: el móvil más recurrente de estos asesinatos es la investigación sobre hechos de corrupción de gobernantes locales en contexto de conflicto. El aparato institucional, pues, en vez de salvaguardar las instituciones, atenta y amedrenta a una de las más valiosas: el periodismo. Y de paso, arrasa con la libertad de expresión, el derecho a la información, lo que deviene en un pobre criterio ciudadano a la hora de tomar decisiones y resguardar a la población de las amenazas de los funcionarios corruptos y los actores armados. Cercana a estas estadísticas, la FLIP documenta en Silencioff, ¿las regiones tomarán la palabra?, su informe anual sobre el estado de la libertad de prensa en 2016, 216 violaciones a la libertad de prensa que afectaron a 262 víctimas, además de los intentos de censura e intimidación de aquellos que se excusan en el sofisma de la honra y la privacidad y los datos personales y del preocupante aumento en un 52,5% de las amenazas respecto al año anterior: 90 casos. En lo que va de este año, según la FLIP, se han presentado 129 violaciones a la libertad de prensa, 72 casos de amenazas, 4 atentados contra infraestructura, un caso de desplazamiento, 3 detenciones ilegales, 21 casos de estigmatización, 16 situaciones de obstrucción al trabajo periodístico, 2 tentativas de homicidio, 4 casos de trato inhumano o degradante y un caso de secuestro. Y apenas es agosto.

Semejante estado de las cosas obliga a pensar sobre cuál es el escenario al que se está enfrentando el periodismo en la actualidad. Sin duda, se trata de un momento complejo, sobre todo en América Latina. Por un lado, los dilemas sobre el consumo de periodismo de calidad, el descenso en la venta de diarios y revistas, la laberíntica apertura de internet y sus matices de desinformación, la propagación de noticias falsas, incentivada por el populismo galopante de occidente y su maquinaria de fake news en tiempos de posverdad, la ausencia casi global de información acompañada con contexto, vital en la construcción de criterio, la inmediatez que imponen las redes sociales, en detrimento de la calidad y la reflexión. Y por otro lado, la violencia y la intimidación, cuyas caras asoman desde varias trincheras: los actores armados (ejércitos rebeldes, grupos paramilitares, bandas de narcotráfico, crimen organizado, fuerzas institucionales), el poder institucional (órganos de gobierno nacionales y locales, caciques regionales, esferas de poder político y económico, élites con intereses de todo tipo), los grupos económicos (que presionan mediante la pauta y la publicidad) y factores de toda índole que dificultan el ejercicio.

Es necesario, entonces, plantear reflexiones urgentes sobre la importancia del periodismo, su función y su protección, como pieza imprescindible en el mecanismo de las sociedades y como soporte de las democracias. Una sociedad bien informada es una sociedad que toma mejores decisiones y es capaz de conducir sus objetivos guiada por la diversidad y la tolerancia. En ese sentido, uno de los retos primeros a los que debe abocarse el oficio es hacer saber cuál es el estado de las cosas, informar sobre su propia situación. Dejar constancia de cómo se intentan acallar a los comunicadores, de cuáles son las estrategias del poder y los violentos para ponerle trabas a una profesión noble y valiosa. Deben ser los periodistas y las organizaciones encargadas de velar por el oficio quienes expongan a la luz pública su situación pues así las sociedades comprenderán su valor. Reconocer el estado de las circunstancias, pues, es un primer paso urgente que amerita acciones de parte de las autoridades, generalmente desdeñosas con el oficio pues le incomoda y contraria sus intereses. Una prensa que escarbe en las grietas del poder en busca de la verdad es una prensa valerosa y vital. Una prensa que sirva a los intereses del poder y trabaje en función de sus intenciones es una prensa cómplice, hipócrita, pues abandona uno de sus objetivos primarios y le da la espalda al verdadero fin de su trabajo.

Como lo demostraron las cifras de la FLIP y del Centro Nacional de Memoria Histórica, la impunidad sigue reinando en la mayoría de las violaciones contra la libertad de prensa y el libre desarrollo del trabajo periodístico en Colombia. Esto, por supuesto, merece un llamamiento urgente a las autoridades judiciales encargadas pues se envía un mensaje a los violentos: la justicia es lenta e inútil cuando se asesina o se amenaza a un periodista. Cientos de casos prescritos, olvidados, sin respuesta, relegados: en eso están las agresiones a los periodistas. Por supuesto, se han dado avances en casos concretos, como la declaración del asesinato de Jaime Garzón como crimen de lesa humanidad, lo que evita su prescripción y obliga a las autoridades a buscar a los responsables (entre los que hay tanto jefes paramilitares como el Ejército). Pero la norma general de la mayoría de casos es el olvido y la impunidad, tan preocupante que la misma Sociedad Interamericana de Prensa le solicitó a la Fiscalía revisar con celeridad los asesinatos de Norvey Díaz Cardona, director del periódico Rodando Barrios, del periodista Santiago Rodríguez Villalba, de Freddy Elles Ahumada, reportero gráfico de Bolívar y de Gerardo Bedoya, editor de opinión de El País de Cali. Todos son casos prescritos.


Sala de redacción de El Tiempo / El Tiempo

Otra realidad que toca al periodismo y del cual es responsable es la desconexión entre los centros de poder y las regiones apartadas. En América Latina, región donde el índice general de pobreza roza el 24% y que tiene a seis de los países más desiguales del mundo (Honduras, Colombia, Brasil, Guatemala, Panamá y Chile); persiste un alejamiento entre las grandes ciudades y las regiones apartadas por razones geográficas, económicas, sociales y culturales. Dicha desconexión también se ve reflejada en el ejercicio periodístico. Trabajar en la redacción de El Universal, en México D.F. implica mayor facilidad y seguridad que trabajar en un diario local de Sinaloa, acosado por el narco y el abandono del Estado. Las condiciones cambian, los riesgos también. Los periodistas bogotanos cuentan con más garantías de seguridad desde la planta de El Espectador o la revista Semana que trabajando, por ejemplo, en El Turbión, un periódico regional de Corinto, Cauca. Este aislamiento, por supuesto, supone una desigualdad en el acceso a la información y contribuye, a su modo, al abandono del Estado, pues si la prensa no suple los vacíos de información de las regiones apartadas juega a lo mismo que los organismos gubernamentales: a la exclusión y la apatía. En el caso de la prensa, la ausencia o la censura responde a causas que tienen que ver, sobre todo, con la interferencia de actores armados o líderes políticos que ven en el trabajo periodístico una amenaza a sus intereses.

La tarea, entonces, está por hacer. Las cifras, a la vista, son alarmantes pero, también, un llamado. Un llamado a seguir ejerciendo el oficio pues, aunque suene paradójico, las amenazas y las agresiones son una muestra de que el periodismo cumple su labor a cabalidad: pisarle el cable a las tretas de la corrupción y a las movidas irregulares del poder y la violencia, sea cual sea su manifestación. La tarea más revolucionaria y noble del periodista es, precisamente, hacer periodismo, el mejor periodismo, y ofrecerle a la ciudadanía elementos de criterio y reflexión que le ayuden a tomar decisiones y a buscar mejores alternativas para su desarrollo. Hacer el mejor periodismo, en nombre de aquellos que han dado su vida y su tranquilidad por el oficio, para responderles y estar a la altura de su valentía, para no quedarse corto ante las demandas de las sociedades, ante el auge de la mentira y la violencia, ante la ambición de los poderosos, ante los esfuerzos de los violentos por coartar la libertad y la democracia. Todo para que, a fin de cuentas, se pueda decir, sin temor ni miramientos, con entusiasmo y valentía: ¡Vale la pena vivir por este oficio!

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