Lugar común el amor
Tomada de Penguin Random House |
Parecerá un lugar común (y qué cosa no es hoy en día
un lugar común, un desgastado asomo de vida) hablar del amor cuando afuera el
mundo parece resistirse a ser un lugar agradable. Parecerá un cliché ocupar
quinientas treinta y ocho páginas con la historia de una familia colombiana en
un país donde, precisamente, ha habido más familias que un país en todo el
sentido de la palabra. Y, sin embargo, Historia
oficial del amor, de Ricardo Silva Romero, es todo menos eso, todo menos una
anodina historia familiar. Es, antes de nada, uno de los relatos más
conmovedores sobre lo que implica estar en Colombia cuando Colombia no está en
uno de la mejor forma, sobre la decencia y la dignidad, sobre la persistencia
del amor incluso cuando el horror acecha desde todos los frentes. Pero también
es un ejercicio literario ambicioso y contenido, una vuelta a los orígenes —la novela inicia en 2015 y finaliza en 1932— y un
giro caleidoscópico sobre la historia colombiana en clave íntima. Al final, nos
encontramos ante un libro que juega a dos bandas sin desmérito ni fallas: la
historia familiar, atravesada de compasión y paciencia, y la Historia con
mayúscula, plagada de contradicciones, de intentos fallidos, de terribles
noticias, de muertes y de miedos. Acaso sea ahí donde esté la clave de la
honestidad y la conmovedora crudeza que teje Ricardo Silva Romero (con un
estilo limpio y cadencioso, matizado con un humor preciso, que nunca roza la cursilería):
en la valentía de contar sin miramientos la historia de sus padres, de sus
abuelos, de sus tíos, de sus amigos: la vida misma.
Entonces surge un mosaico de pequeñas grandiosas
historias de resistencia y dignidad en un país asediado por su violencia tan
cambiante como pertinaz. La historia de Marcela Romero Buj, la mamá, una mujer
férrea y consciente de su responsabilidad civil, valiente hasta en las
circunstancias más adversas (es la encargada de tramitar, como Secretaria
Jurídica de la Presidencia, el tratado de extradición en época de atentados y
magnicidios por parte del narcotráfico) pero amorosa y paciente, como El
Quijote a quien tanto admira. La historia de Eduardo Silva Sánchez, sempiterno
profesor de física, lector del tarot y, si los testimonios no fallan, uno de
los tipos más agradables que han pasado por el país. La historia de Alfonso
Romero Buj, Alfo, el tío, un hombre sensato incluso en su radicalismo político
y, al final, uno de esos fantasmas que, de cuando en cuando, vienen a
recordarnos que lo de Colombia es la ferocidad y la sinrazón. La historia de
Alfonso Romero Aguirre, el abuelo, un político atronador y extravagante e
intrépido que decía la verdad, por descarnada que fuera, con un arrojo y una
gracia que hoy parece haberse perdido para siempre.
Y, adelante y atrás de esa familia que encuentra en
el apartamento de La Gran Vía un refugio y un alivio, Colombia y su galería de
extravíos. Los magnicidios, como el de Enrique Low Murtra, un hombre cuya gracia
y solidaridad no le sirvió de nada en el infierno de este país porque, como
leemos, “Quién le va a explicar a quién, si nadie está escuchando, que este
profesor que acaba de ser ejecutado en plena calle ha muerto por liberarnos a
todos”. Los atentados. Las tomas sangrientas. Las elecciones robadas. Los
bogotazos. Los fraudes. Las frustraciones de la política reciente: “el mundo es
un minuto de silencio”.
Historia e historia se entretejen en una suerte de
explicación espontánea sobre lo que somos y lo que hemos sido, sobre las
primeras piedras de esta democracia inconclusa y lapidada, sobre los impulsos
de nuestra propia naturaleza (esa extraña tentación de rezar), sobre las
personas que nos protegen y nos sobreviven, las personas “que saben quién soy
cuando estoy solo”, sobre el sinsentido de un país que no termina de reponerse
de su barbarie —“qué vamos a decirles a los que nos pregunten qué clase de
horror está pasando aquí”—, sobre nuestra violencia de todos los días que, como
piensa Marcela Romero Buj, “es una costumbre y un oficio, y ya qué”. Al final
la tensión parece inclinarse hacia el lado de lo humano, hacia ese minúsculo
espacio de tranquilidad y alegría que se parece mucho al amor. Sin temor a los
lugares comunes, sin dejar que el drama termine convirtiéndose en tragedia. Y
entonces aquello se constata: nunca un hijo quiso tanto a su familia.
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