No preguntes por qué


Comentario sobre Match Point, de Woody Allen 



Mucho tuvo que pasar para que a Woody Allen lo rotularan como uno de los genios indiscutibles del cine. En los años sesenta tuvo que escarbar en una industria apabullante para hacerse a un nombre en los oficios de escritor de chistes y gags, libretista de televisión, comediante nocturno en clubes un poco bohemios de Nueva York, dramaturgo experimental y actor azaroso. Sin embargo, a pesar de que todos estos trabajos fueron llegando bajo el manto del azar y con cierta espontaneidad, como un regalo para ociosos que recibe un joven ocioso cuya última gracia había sido abandonar la universidad, a pesar de eso, tuvo un éxito inusitado que pronto le abrió las puertas de algunas productoras. Cuando los sesenta se acababan, empezó a dirigir sus propios guiones impulsado por una suerte de vanidad sofisticada que era en verdad un mecanismo de defensa contra directores mediocres que destrozaran sus ideas. En los setenta conoció el punto culmen del éxito, la fama y el prestigio, sobre todo desde que se lanzó al agua con Annie Hall, una verdadera vuelta de tuerca de todo lo que se había hecho antes en el cine, y antes de cualquier cosa un portazo a las convenciones del arte visual. Vendrían, en esa misma década poblada de películas memorables, Interiores  y Manhattan, esta última una bella pieza romántica salpicada por un dejo nostálgico hacia Nueva York. Más adelante, en los ochenta, tuvo que sortear el torrente de ideas que es su cabeza para decantar varias de sus mejores películas: La rosa púrpura de El Cairo (una película que todo apasionado por el cine debe ver), Zelig, Hannah y sus hermanas, Días de radio, Otra mujer o Crímenes y pecados. Hasta 1990 había escrito y dirigido cerca de veinte películas con las que se consagró como uno de los cineastas imprescindibles de nuestro tiempo. Toda su vertiginosa creación fue respaldada por las productoras, el público y la crítica. El idilio, sin embargo, tuvo un frenazo en 1992 que mostró lo peor, no solo de la industria del cine y sus mercenarios a sueldo, sino de la prensa estadounidense y la sociedad del espectáculo.

Los detalles y los sucesos que marcaron esa ruptura son bien conocidos por la mayoría de quienes hemos seguido la trayectoria de Allen e incluso por el espectador ocasional. O por el ama de casa. O por el empresario corriente. O por el visitante ocasional de las salas de cine. En realidad, para 1992 era muy raro encontrar a alguien que no conociera un detalle de la vida privada del director. Porque, gracias al escándalo de un abuso sexual que fue desacreditado en los tribunales, la prensa rosa, el amarillismo y la televisión chismosa se encargaron de sacar a la luz los pormenores más obscenos de su vida privada y entonces, apabullado por un acoso judicial y mediático apocalíptico, Woody Allen asistió a un espectáculo triste y humillante: las puertas que antes se le abrían de un soplo ahora se resistían a su llegada. Las productoras le negaban los proyectos. No encontraba financiación. El trato de predilección que siempre recibió devino en un desdén repentino, acompañado por el desprecio de la crítica y el descenso en la asistencia del público. Sin embargo, fiel a su obsesiva rutina de hacer una película por año (que es otro de sus mecanismos de defensa contra la angustia y la permanente atención sobre los problemas de nuestros días), fiel al empeño de hacer cine por amor al cine, siguió escribiendo y grabando. No dejó un año vacío. Cuando a sus espaldas tenía todo el peso de su vida íntima y del poderoso monstruo mediático que lo arrinconó y lo juzgó, Allen persistió en el intento y así fue como puso a disposición del público películas como Maridos y esposas, Balas sobre Broadway, Poderosa Afrodita, Desmontando a Harry Acordes y desacuerdos. Todo eso pasó, pues, todo eso tuvo que suceder para que el director neoyorquino pusiera en imágenes sus temas más recurrentes (la invisibilidad de Dios, el placer de la infidelidad, la complejidad del amor, el desconocimiento del destino, la tiranía de la suerte, entro otros), para que, a pesar de las tribulaciones y los altibajos, pusiera su nombre entre los más importantes, para que siguiera su carrera con comedias desparpajadas que le dieron la bienvenida al siglo XXI. Pasó y el desencanto que provocó el escándalo de 1992 dejó mella hasta bien entrado el nuevo siglo. Los que lo seguían eran, mayoritariamente, un puñado de fieles espectadores que asistían – que asisten –  a su cita anual como se cumple con un rito. La crítica lo miraba con poca regularidad y con algo parecido a la pedantería. Y Allen, ajeno al barullo de la industria, no se hizo a un lado: siguió haciendo una película al año, con aceptación variable y relativa. Sin embargo, trece años después de ese punto de quiebre que trastocó su vida, apareció Match Point y las cosas tomaron otro aspecto. Las cosas dieron un giro crucial.

La primera y tensa y atrapante secuencia de Match Point muestra una pelota de tenis que va hacia un lado y otro de la malla. Quizá no consiga pasarla. Antes de que la imagen se congele y la pelota quede suspendida en el aire, sin saberse hacia qué lado caerá, entra la voz en off de Chris Wilton (Jonathan Rhys Meyers) sobre una pieza de ópera y suelta un primer cimbronazo de lo que se verá durante las próximas dos horas:

"Aquél que dijo "más vale tener suerte que talento", conocía la esencia de la vida. La gente tiene miedo a reconocer que gran parte de la vida depende de la suerte, asusta pensar cuántas cosas escapan a nuestro control. En un partido hay momentos en que la pelota golpea con el borde de la red, y durante una fracción de segundo puede seguir hacia delante o hacía detrás. Con un poco de suerte sigue hacía delante y ganas, o no lo hace y pierdes."
Desde esa primera cara que muestra la película se puede reconocer que no estamos ante una de las típicas comedias revestidas de jazz y con postales de una Nueva York idealizada. No. Estamos en un Londres sombrío que Allen y su equipo se encarga de hacer parecer un tanto denso. Y en lugar del jazz de Sidney Bechet, Ben Webster y Art Tatum está La Traviata de Giuseppe Verdi y óperas de Gaetano Donizetti y Enrico Caruso. Con los quince millones de dólares que la BBC le ofreció a Allen y que no él no pudo rechazar se hizo una película perfeccionista y precisa en la que cada detalle, cada diálogo y cada escena no pierde relación ni fuerza ni importancia. Todo ese engranaje que dio lugar a la que muchos consideran la obra maestra de Allen fue fruto de un trabajo, primero, de traslado: el guión fue modificado para desarrollarse en Londres y, segundo, de suerte: lo mejor de la industria cinematográfica británica, desde camarógrafos hasta montajistas y productores fue puesto a disposición de Allen y hasta el clima fue favorable para escenas determinantes. Así, pues, el azar (que, como veremos, es el eje de esta película) jugó sus cartas desde la preproducción.





El argumento de Match Point es un extremo de Crímenes y pecados, filmada dieciséis años antes. En la última el tema del azar y la culpa y el silencio de Dios están matizados por un humor que sirve como contrapeso a una historia un tanto dura y cruel. En cambio, en Match Point nos encontramos ante un drama puro y duro, heredero de Ambiciones que matan, la película dirigida en 1951 por George Stevens. En la película de Woody Allen no asoma, ni siquiera como un respiro, alguna línea de humor. Toda la trama está cruzada por una tensión abrumadora que crece y crece hasta la última y asfixiante media hora, en donde un curioso giro del azar pone todo en un orden distinto. En un evidente y refinado guiño a Dostoievski, Bergman y Hitchcock, el director neoyorquino crea una atmósfera pesada y compleja en la que se ponen de manifiesto varias de sus obsesiones. Detrás del drama de Match Point sigue el mismo Allen.

Desde esa pelota de tenis suspendida en el aire empieza a cobrar cuerpo la historia de Chris Wilton (interpretado por el mejor Jonathan Rhys-Meyers), un tenista que va en busca de trabajo a un club de la más alta aristocracia londinense. Como instructor deportivo, empieza a colarse, poco a poco, como si las cosas se hicieran sin su consentimiento, dentro de la familia Hewett, icónica representación de la élite británica: el marido empresario, exitoso, culto y filántropo, la esposa condescendiente, el hijo conquistador que sigue los pasos de su padre y la hija de bien que no parece hacer mucho porque en sus manos tiene el futuro concreto. Wilton, en su desprevenida, sutil carrera, se gana el cariño de los padres, la amistad del hijo. Se casa con la hija. Su nuevo suegro le consigue empleo en su empresa y entonces empieza el ascenso a los infiernos: se enamora de Nola (interpretada por la mejor Scarlett Johansson), una actriz norteamericana que busca suerte en Inglaterra y que será la única con la capacidad de echar por la borda su futuro, sus estatus, sus logros. A partir de entonces, con un pie en el abismo, Wilton correrá el riesgo de dejarse caer por placer y desencanto.

Este pequeño esbozo del argumento no pretende ser sino una puerta de entrada a la película, sin especificar en lo que está detrás ni adelantar la trama. Ya sabrán de quién se habla y a qué habrá que atenerse cuando Woody Allen muestre su faceta más dramática. Porque, más allá de exponer sin ambages lo que pasa en la película, más allá de hacer un registro de los sucesos que desembocarán en un final inesperado, más allá de conocer cuál es ese fascinante giro del azar que envuelve al protagonista y lo hace víctima de su propia conciencia, más allá de todo eso, conviene decir que en Match Point estamos ante una revisión de algunos de los temas medulares de Allen, tocados por la gracia dramática de un hombre que conoce las estrategias del cine y sus puntos de inflexión.  

La culpa, por ejemplo. En Crímenes y pecados, Judah, uno de los dos personajes protagonistas, comete un acto definitivo que, a todas luces, merece un castigo, por lo menos moral. Sin embargo, luego de hacerlo, queda totalmente impune, sin ningún rasguño de algún tipo. Él lo sabe. Sabe que no habrá reproche por lo que hizo pero algo persiste en su aspecto y en su comportamiento: la culpa, el remordimiento. Eso mismo siente el protagonista de Match Point quien, por lo mismo, reconoce en la impunidad su mayor espejo. Pero, a la vez, su mayor suplicio. En Match Point la culpa es un eje transversal que aparece, incluso, y en clave de homenaje, desde las primeras escenas, cuando Wilton está leyendo Crimen y castigo  de Fiódor Dostoyevski, quizá la novela que mejor ha retratado la culpa, con todas sus implicaciones individuales. En una de las escenas finales, Wilton dice que solo si es castigado por su acto podría pensar que existe algo de justicia en el mundo. Pero se niega la justicia porque se niega el castigo. Porque la impunidad es un elemento común en este orden de las cosas. Sin embargo queda detrás de esa salvación una culpa latente que marca a los personajes, los define y los subyuga.

Otro tema medular es el azar, como se puede notar desde la primera secuencia. En algunos diálogos, el protagonista afirma que el escalamiento en el mundo tiene que ver, sobre todo, con la suerte, más que con el trabajo o el esfuerzo. En esa afirmación hay otra negación: la de un ser supremo que comande las vidas de las personas. El universo responde a un orden azaroso, sobre cualquier disposición lógica. Fue la suerte la que definió la vida de Wilton: lo puso a dar clases de tenis en un club aristócrata, le puso en el camino a esta familia de la alta clase que lo metió en su círculo y le abrió las puertas de un ascenso infernal, lo hizo conocer a aquella mujer seductora cuyo poder de sugestión lo hizo rendirse en el sexo, lo salvó de un castigo que hubiera cobrado lo que hizo. La pelota de tenis, pues, va hacia los dos lados de la malla, moldeando la vida del protagonista en un vaivén psicológico que lo lleva a hacer lo que hace.

Muchos han interpretado a Match Point como un intertexto a Dostoievski o como una lectura contemporánea de la tragedia griega o como una nueva mirada sobre las piezas dramáticas de Shakespeare y quizá eso dibuje muy bien la trascendencia de su trama y la densidad con la que se desarrolla el entramado de sus personajes y el desenlace. Por esto es que esta película constituye un estadio importante en la filmografía de Woody Allen: por su hondura psicológica y por tocar temas humanos, demasiado humanos, con un guión crudo que se acompaña de una puesta en escena impecable en donde la cámara no comete desliz alguno, donde la música juega como un tenebroso telón de fondo, donde los espacios son bellos y parecen estar de acuerdo con lo que pasa en la escena.
Ahora, visto en panorámica, puede sonar osada la afirmación de algunas críticas según la cual Match Point es la mejor película de Woody Allen. O que es tan buena que no parece de Woody Allen. Quienes lo dicen ignoran, quizá, que su carrera ha estado plagada de películas igualmente complejas y cargadas de dilemas morales y análisis contemporáneos de temas propios de la condición humana, ya sea desde el drama descarnado o desde el humor fino.

Sin embargo, uno puede aventurar una afirmación que es, también, un terrible lugar común: Match Point es una obra maestra. En eso coinciden los críticos, el público y el tiempo, que le sigue dando vigencia. No es gratuito que las puertas que antes le fueron cerradas ahora lo llamen de nuevo y aparecieran de repente productoras interesadas en financiar sus próximas películas. Y volvió a ser nominado al Óscar. Y recogió un buen puñado de premios y reconocimientos. Y reafirmó su prestigio como uno de los más grandes, como uno de los más incisivos, como uno de los mejores.


*Buena parte de la biografía sobre Woody Allen que aparece en este texto es tomada de la breve pero sustanciosa biografía que publicó Ricardo Silva Romero en 2004, Incómodo en el mundo, editada por Panamericana.


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