Cabecitas bien peinadas



De pie en el altar, como el centro de un pequeño universo que solo tiene que ver con él, este sacerdote que ahora se inclina sobre su fría mesa de madera vieja parece un caudillo anónimo al que le tiene sin cuidado todo lo que diga, así se trate de falacias o mentiras disfrazadas de dogma. Estoy en el matrimonio de un familiar cercano, en una capilla colonial ubicada en pleno centro de Bucaramanga, y en el corazón del centro administrativo de la ciudad. Lo que veo desde mi última banca es un montón de cabezas bien peinadas que miran y escuchan con atención a ese hombre enjuto que se sostiene de pie por algún acto milagroso. Miran y escuchan, sobre todo escuchan. Escuchan algo como esto: “es que ahora la Corte Constitucional quiere pasar por encima de la ley de Dios y cree que cualquiera se puede casar con cualquiera”. Más adelante, tal vez mirando la limpieza blanca de su mantel almidonado, acota que “el gobierno le quiere dar todo a la guerrilla, todo lo que pidan, pero ese el precio de esta paz”. El público parece removerse en una afirmación unánime pero son pequeños murmullos que cruzan de un lado a otro. Más adelante, antes de que yo me proponga abandonar la capilla si dice otra de esas sentencias, remata con “¿de cuándo acá un par de locas pueden casarse y formar una familia y adoptar niños? Esa no es la ley de Dios”, y yo trato de contenerme, sobre todo por respeto y afecto familiar. Cuando el hombre dice esto último, las cabecitas peinadas, las cabecitas morrongas, las cabecitas bienpensantes asienten con una vehemencia que me parece ofensiva e ignorante. El sacerdote no vuelve a tocar estos temas y se dedica al protocolo del matrimonio. Cuando termina la ceremonia, yo sigo en mi indignación y pienso en el enorme y peligroso poder de persuasión que este tipo de personajes tiene sobre las masas, por pequeñas que sean. Es ahí, en esos escenarios, en medio de esas voces indignantes ampliamente escuchadas, donde se juega la legitimidad de un país que lucha, día tras día, gracias a héroes discretos, por salir de la barbarie y el atraso. Cuando alguien se dedica a soltar falacias y ofensas como si se tratara de un divertimento pueril y ese alguien obtiene la aceptación y el asentimiento de la gente, no solo peligra la verdad, sino que se devuelven, también, unos cuantos pasos en este camino arduo que Colombia ha decidido tomar para dejar de ser un país oscuro y salvaje. Pero las cabecitas que asienten preferirán aceptarlo. Allá ellas. 

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