En la espalda está la vida

Sobre ‘La estrategia del caracol’, de Sergio Cabrera

Foto tomada de internet
Los caracoles, curiosos demiurgos de la paciencia, cargan con varias facetas que los hacen distinguirse de otros animales: son hermafroditas, viven máximo siete años, duran tres horas apareándose, su baba sirve tanto como potencializador sexual como para repeler posibles enemigos al acecho, son tan sensibles que pueden reconocer la mano que los acaricia y tardan cerca de una hora en recorrer cincuenta centímetros. Todo eso, sumado al sabor que ofrece su carne en los restaurantes más lujosos del mundo, hace del caracol (o, como se le llama entre los que saben, molusco gasterópodo) un animal especial. Pero nada los identifica más, nada les ofrece mayor peso de autenticidad entre todos los animales, que ser capaces de transportar su propia casa, de llevar a cuestas su propio refugio. Los caracoles llevan sobre su espalda el lugar en el que duermen, en el que se protegen del clima, en el que soportan los embates más feroces de su entorno. Ese gesto de discreta fortaleza animal le da vigor al nombre de La estrategia del caracol, una película memorable que recuerda hasta dónde podemos cargar sobre nuestra espalda el peso de nuestra propia vida, el peso de nuestra propia injusticia.

Hablar de La estrategia del caracol nunca será un lugar común, así sea mencionando una y otra vez los lugares comunes que de ella se desprenden: que es una de las películas colombianas más exitosa de la historia, que tardó cuatro años en hacerse por falta de presupuesto e interés (dos maleficios constantes para cualquier que desee hacer algo culturalmente notable en Colombia), que fue García Márquez quien dio el impulso final para terminarla, que elevó el nombre de Sergio Cabrera para convertirlo en el director colombiano más importante de los últimos años, que ese Ahí tienen su hijueputa casa pintada que le da el cierre funciona ya como una suerte de adagio popular en donde se gritan todas las barbaridades y todas las calamidades del colombiano común, que Carlos Vives una cosa y Vicky Hernández tal otra, que Víctor Mallarino representa con altura al villano típico de la aristocracia bogotana, que el recién fallecido Frank Ramírez muestra tanta credibilidad y tanta sensibilidad que uno quisiera dejarle todos los casos judiciales para que los resuelva con esa astucia pertinaz que termina por ser definitiva. Sí, todo eso se puede decir de La estrategia del caracol, porque es, quizá, la película colombiana más destacada de los últimos veinticinco años, no solo por su renombre o sus premios o su calidad, sino por su innegable perdurabilidad, por haberse marcado a fuego como una de las piezas que mejor nos dibuja y mejor nos comprende; pero hay que decir otras cosas.

Decir, por ejemplo, que en esa historia mitad real y mitad fantástica en la que unos inquilinos de una vieja casona planean llevarse su casa a cuestas para demostrarle a los tiranos que no siempre son los vencedores; conviven varios de los valores más significativos de la sociedad colombiana: el empeño obstinado de hacer las cosas a pesar de tener a la adversidad raspándole las narices, la porfiada insistencia en que las cosas saldrán adelante aunque desconozcan lo que venga después, la acción colectiva por encima de la individual, el sentido de solidaridad que cruza todo el argumento para darle ese final inolvidable en que la fachada de la casona se derrumba y una estela de humo y polvo va dejando ver que ahí ya no hay nadie, que todos se han marchado, que ya no hay a quién desalojar. La historia de unos inquilinos que van a ser desalojados por un empresario desalmado puede ser una historia corriente. Pero cuando esa historia se desvía para mostrar cómo esos vecinos se alinean contra el poder establecido para darle una bofetada de dignidad, para desarmar, palmo a palmo, todo el interior de la casa, para desmantelar lo que allí siempre ha habido (la vida, el pasado, la memoria) y trasladarlo a donde el poder no se asome, para dejar vacía toda una casona republicana y dejar la fachada como un memorando del triunfo colectivo; cuando la historia toma ese rumbo entonces ya no es una historia corriente. Y ahí radica otra de las fortalezas de La estrategia del caracol: ajustarse a un argumento aparentemente insólito para desentrañar varias de las cosas que han hecho del colombiano, no solo un sujeto abatido por el peso de su país, sino un sujeto moldeado para la resistencia. Porque, después de ver la película, uno reconoce eso, que el colombiano es una persona que resiste. Y que así es como sobrellevamos la tragedia de todos los días.

Otra de las caras que esta película expone con crudeza es la de la orilla opuesta. Ya no la de los vecinos solidarios y variopintos que se unen para hacerle frente al abuso, sino la de las caras del poder que pretenden dejarlos a su suerte, usando desde la sutil pero implacable maquinaria judicial hasta el uso de la fuerza y la represión policial. Gracias al guión tremendo de Humberto Dorado, los diálogos de estos personajes reflejan toda la ignominia y todo el afán de poder que tanto caracteriza a nuestros poderosos. Un poder adictivo para el que no vale la ley sino lo contrario: el atropello y la violencia. El contraste no puede ser más evidente y el espectador termina siendo un testigo parado en la mitad de un río cercado por dos orillas opuestas. Por un lado la solidaridad. Por otro el poder. Por un lado la valentía. Por otro la violencia. Por un lado la insistencia. Por otro la desfachatez. Al final, en una suerte de final agridulce matizado con buen humor del negro, triunfa el lado de los vecinos y los otros, los poderosos, los mentirosos, los desalmados, se quedan viendo cómo su casa de desploma y cómo el telón de polvo y humo los deja al descubierto: unos criminales sin compasión ni valor ni sensibilidad. Casi como algunos poderosos de este país de poderosos.

Por estas razones es que vale la pena ver, una y otra vez, La estrategia del caracol. Porque es una suerte de resumen tragicómico de nuestro país y porque se trazan, con algo de compasión pero también con algo de crudeza, las muchas caras a las que nos vemos enfrentados. Las caras de la arbitrariedad, las caras de la mentira, las caras de la violencia, las caras del poder anquilosado y corrompido. Pero también las caras de la solidaridad, las caras de la dignidad, las caras de la resistencia, las caras de la tozudez. Por eso esta película perdura a pesar de los más de veinte años que tiene, porque ahí estamos, ahí nos vemos, ahí está esta nación afilada y suavizada desde siempre. Verla es una forma de entender, de conocer. Como los caracoles, los inquilinos se llevaron su casa cuestas, tanto como nosotros cargamos con este país a cuestas. Ese país que soportamos en la espalda es el que retrata en La estrategia del caracol. Por eso vale la pena volver a ella.

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