Labios pintados de rojo

Un día, hace muchos años, ella llegó a la casa, descargó unas cosas sobre la mesa y él, entonces, sin mediar palabra, sin prevenir si quiera con un gesto, la golpeó. Le propinó puñetazos en el rostro, en el cuerpo, le jaló el cabello, la insultó (la insultó con los mismos agravios de siempre, repitiendo las mismas groserías, volviendo una y otra vez en un montón de adjetivos denigrantes), le recordó sus obligaciones, le reprochó el hecho de que al arroz estuviera crudo y después de tomar el plato y tirarlo contra el suelo continuó su andanada: patadas, escupitajos, la cara enardecida por una ira, el cuerpo grande de un hombre que es capaz de alzar una vaca y el cuerpo pequeño (pequeño y moreno, tan indefenso) de una mujer que no opone resistencia, el hombre endemoniado que no repara en su comportamiento y la mujer que confía en ponerse los brazos sobre la cara para protegerse. Otro día él incendió el comedor, otro día la obligó a abandonar la casa con todo y una de sus hijas, otro día le lanzó una de sus herramientas y si no fuera porque ella la esquivó hoy no me estaría contando esto, otro día las llevó a pasear, otro día le regaló ropa a sus hijas, una bicicleta, otro día llegó borracho y así, tambaleando, jadeando en sudor, volvió a golpearla y de nuevo los puños y las patadas y los insultos y las porcelanas que se quiebran contra la pared. Ella nunca denunció, siempre encontró refugio en la casa de una vecina amiga suya que la recibía cuando él la obligaba a irse (con hijas y todo), descalza, lastimada, temerosa, acostumbrada. Él el primer esposo de ella, ella la madre de sus hijas, una mujer más entre las otras que lo soportaban. Un día, otro día, muchos años después de la primera golpiza -que fue una suerte de inauguración de su vida marital, tan solo dos semanas después de haberse casado- ella tomó una maleta, la abrió sobre la cama y empacó toda la ropa de él. Le pidió a un amigo que se la llevara hasta la tienda donde estaba bebiéndose unas cervezas con un mensaje en especial: 'tome, dígale a la otra que se la lave y se la planche'. Entonces los dos comprendieron que hasta ahí llegaba todo. Hoy ella me cuenta aquello y parece no alterarse. No parece mostrar sufrimiento -a pesar de que luego de esa insólita ruptura conoció la depresión y la soledad y tenía que recordar esas palizas eternas para reafirmarse en su decisión y no caer en indulgencias- y relata todo con una naturalidad escalofriante. Logró criar a sus dos hijas -entonces ellas eran niñas y veían aquellas escenas con una mezcla de miedo y rabia- y aun hoy vive con ellas. Cuando tuvo que soportar y callar, cuando él le recordaba que si denunciaba era mejor que se olvidara de su vida, ella nunca vio en televisión a hombres que se pintaban los labios de rojo para rechazar el maltrato a la mujer, ni veía a actrices de la farándula haciendo una falsa cara de lástima y sensibilidad, ella nunca vio que su íntima tragedia se convirtiera en una excusa para la moda y la tendencia. Ella tenía miedo. Mi madre tenía miedo.

Comentarios

Publicar un comentario

Entradas populares