Duelo

Desde un rincón de la sala las alcanzo a ver. Mi madre está sentada, balanceando sus piernas cortas que no alcanzan el suelo, al parecer buscando algo para decir. La otra persona, una de sus primas, juega a lo mismo, a sostenerse en la silla y quizá a preparar una respuesta para una de esas preguntas recurrentes que se hacen en cualquier visita familiar espontánea. '¿Y al niño cómo le va en la escuela?', 'Bien, por ahí tiene tareas', 'Y ya está grandecito', 'Sí, se está estirando'. Aunque se conocen desde su infancia, aunque las dos lleven años turnándose las visitas, esta vez parecen dos personas desconocidas que se encuentran en la fila de un banco. A la prima de mi madre, en un intervalo de tres meses, se le murieron su mamá y su hijo mayor. Su madre era, a su vez, la tía de mi madre. La única tía que quedaba viva después de toda una generación venida de San Vicente de Chucurí. 
A la prima de mi madre, entonces, le tocó enfrentarse a largos y recurrentes episodios de depresión y soledad. Cualquier señal desprevenida, cualquier prenda de ropa de su hijo o de su madre bastaban para que se deshiciera como un puñado de arena arrojado al aire. No salía de su casa, no lograba articular una conversación larga, no comía. Perdió peso. Así pasó varios meses, arrinconada en un pasmoso dolor muy parecido a la resignación, hasta que decidió visitar a alguien, a mi madre, y ahora está ahí, sentada, inclinada su cabeza hacia atrás, como persiguiendo algo en el techo.
No obstante, ninguna de las dos ha logrado sobrellevar una charla duradera, ni siquiera básica o superficial. Han hablado en monosílabos, han movido la cabeza, sí, pero no más. En ocasiones sueltan una risa huidiza o mencionan un nombre. De resto, todo es silencio. Cada una mira hacia un espacio diferente, una se mira el botón de la blusa mientras la otra se frota los ojos. Por delante, el silencio. 
Han erigido, entre las dos, un templo en donde no ha logrado entrar algún momento feliz, quizá alguna travesura infantil que hicieron juntas. Meciendo las dos las piernas cruzadas, han hecho que la visita y la conversación parezca un ejercicio de meditación zen y entonces yo pienso que el duelo es eso, quedarse en silencio mientras el resto de los mortales juega a seguir su vida según su conveniencia. El duelo como un alzar de hombros, como una insignificancia hacia los otros. Quizá las dos ignoran que las partidas son tan naturales como las llegadas y que dependemos de las dos sin siquiera darnos cuenta. En silencio, sin hacer el menor intento por restablecer las cosas, mi madre y su prima se han dado cuenta de que el que muere y el que se queda son, a su vez, personas que esperan. Solo que a uno de las dos la espera se le acaba primero. 

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