Conocer a los otros



Desde que tengo una noción más o menos rigurosa de la lectura, desde que leo no solo para conocer una historia sino, también, para tratar de desarmar la red que sostiene una novela, un cuento o un poema; me han fascinado las relaciones entre los escritores. Me los he imaginado toda la vida arrellanados en un sofá de terciopelo hablando de un montón de cosas: los gestos de Rembrandt, la literatura comprometida, las traducciones malas, los ensayos de Popper, el cine de Polanski. En fin. Pero más que sus relaciones -algo banal, de verdad- lo que más me ha interesado es ese momento preciso en que se conocieron y empezaron sus caminos paralelos, desde la cercanía o la distancia.

Pondría muchos ejemplos. Ejemplos que dibujan esos giros inconsistentes que da a diario la vida. Un buen día eres un lector de muchos autores, afincado y duro, obsesivo. Otro buen día te deslumbra uno de esos autores. Otro día bueno, quizá uno de los más raros, decides que quieres dedicarte a eso que tanto te obsesiona e interesa: la literatura. Y un día, algunos años después, conoces a ese autor que antaño te había desencajado la comodidad simple de una vida simple.

Porque así le pasó, para no ir tan lejos, a García Márquez. En su buhardilla de Bogotá, aquella ciudad que él describió como gris y fría, leyó a Hemingway. Muchos años después, ya en París, el nobel de Aracataca vería pasar a su maestro por el bulevar de Saint Michel. Aunque nunca le habló, aunque no le dirigió nunca ni un grito de admiración lejano, le quedaría para siempre la impresión feliz de ver a aquel hombre que, para ese entonces, era "enorme y demasiado visible". Con el tiempo, García Márquez conocería a Pablo Neruda, otro de sus autores de lectura, con quien aparecería en alguna foto posando junto a una estatua de yeso quebrada. Con el tiempo, gracias a su condición de escritor viejo, experimentado y archiconocido, conocería a los más importantes escritores del boom y posboom y lo que sea que haya venido luego.

La mamá de Vargas Llosa -según dijo él mismo en su discurso de aceptación del Nobel- lloraba leyendo los sonetos de Neruda y Nervo. Luego su hijo conocería al melancólico poeta chileno y se harían grandes amigos, figurando juntos en fotos con García Márquez y José Donoso. El mismo Vargas Llosa fue, durante sus años universitarios, un lector -primero dudoso y luego apasionado- de Borges. Algún día después, en 1963, le haría una entrevista que hoy es conocida por muchos y de ahí en adelante se seguirían viendo en cócteles o reuniones. También en sus años de universidad leyó Piedra de sol, de Octavio Paz, quedando impresionado: luego, cuando ya el nobel peruano vivía en Europa, se conocerían en Londres, ciudad en la que escribió su monumental Conversación en la catedral. Más tarde se harían amigos, aunque las discrepancias políticas alentaran unos debates puntiagudos entre los dos. En un teatro de París, Mario Vargas Llosa  le daría la mano a uno de los autores que más lo habían transformado intelectualmente: Albert Camus. Cruzaron algunas palabras, hubo algunas loas, se despidieron. Ya se ha hablado mucho de la relación Vargas Llosa - García Márquez, ¿no?.

Más hacia el sur, un  joven alto, nacido en Bélgica, llamado Julio Florencio Cortázar Descotte, leyó con algo parecido a la perplejidad algunos cuentos de Borges y de Arlt. Años más tarde, cuando su genialidad era inversamente proporcional a su edad, le llevaría al viejo de El Aleph, quien dirigía la revista Los Anales de Buenos Aires, un cuento llamado Casa tomada. Borges, ante el talento que vio en esas pocas páginas, no dudó un segundo en publicarlo. Luego se elogiarían mutuamente, tan humildes los dos que su nacionalidad se pondría en entredicho. Algo parecido le sucedió a Ricardo Piglia, un borgeano exhaustivo y singular, heredero: leyó a Borges, lo desentrañó, se inventó un evento literario en la universidad, le entró el capricho de tener a Borges dando una conferencia, lo llamó, fue a su casa. Le criticó un cuento. Hablaron un buen rato. Ahora Piglia es uno de los conocedores más hondos de la obra de Borges.

En Colombia también han sucedido casos similares: al ya mencionado ejemplo de García Márquez se le sumarían, por decir unos, los de Héctor Abad y  Juan Gabriel Vásquez. Abad fue un lector insaciable de Vargas Llosa: se encontrarían luego en Cartagena, muchos años después, y el peruano le dedicaría una columna entera elogiando El olvido que seremos y Traiciones de la memoria. A Vásquez le ha pasado lo mismo con Vargas Llosa. Parece que el peruano cultiva mucho la amistad entre colegas. Pero también conoció y entabló conversación con escritores como Jhonatan Franzen, Javier Marías, Javier Cercas, quienes han representado algunas de sus lecturas más gozosas.

El conteo de algunas de las relaciones entre los escritores que van más allá de la amistad o la admiración daría para mucho: Kafka y Max Brod; Claudio Rodríguez, uno de los poetas españoles de la Generación del 50, conocería a una de sus mayores influencias: T.S. Eliot, y no solo lo conocería sino que se convertiría en su traductor. También se pueden encontrar los encuentros entre Antonio Machado y García Lorca. Las frescas relaciones amistosas entre Andrés Neuman y Roberto Bolaño, quien cultivó mucho las amistades literarias: con Vila-Matas o con Juan Villoro. Juan Gelman y José Emilio Pacheco, además de vivir en el mismo barrio de Ciudad de México, estrecharon una unión cercana y admirable. No hay que olvidar, también, aquella relación fluctuante, a veces fraternal, a veces feroz, que sostuvieron Fitzgerald y Hemingway, separados por un muro de vanidad infranqueable.  Faltan más.

Si, muchos más. Muchas relaciones entre escritores, ya sean las generadas después de años de admiración o las meras amistades o los simples encuentros, quedan fuera. Siempre rondan preguntas bobas como ¿qué pasa por la cabeza de alguien que conoce a su escritor favorito? o ¿qué tan importante es para un escritor un elogio de otro escritor? Pero ante todo hay que hacer prevalecer esa relación de alta traición que hay entre los mismos escritores. Esos que toman a su maestro y lo roban, lo despojan, lo subvierten para hacer su propia literatura. Ahí está una de las formas más asombrosas y hermosas de la relación literaria, un mecanismo de aprendizaje tan selecto como doloroso. Esas son verdaderas amistades, aunque sean ajenas, lejanas.


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