Luz



Como quien va adelante con una linterna, Tomás González nos guía. De la mano, sin dar concesiones a la frivolidad, sorprendiéndonos. En la cueva oscura que es la vida, la lectura de Tomás González es revitalizante -además de hermosa y contenida-, cautivadora y siempre puntual, siempre clara. Sus dos roles vertebrales, poeta y narrador, no riñen, se conplementan, hacen a la otra. Por eso, para recordar su poesía, contenida en Manglares -hace poco reeditado bajo el sello de Alfaguara-, me atrevo -con la sensación de ser un criminal, alguien que roba- a dejar aquí algunos de sus poemas. Para que se dejen iluminar.

Zarzal

De todo lo que fue la vida en esos días,
de todo lo vivido en aquel valle
al pie de las altas cordilleras
sólo quedan las formas generales: lo demás
lo doy por ido.
Seguramente allá están las montañas,
el viento puntual
y el mismo valle.
Pero todo lo que estaba allí y que era mío
se ha deshecho, ha fluido,
como nubes ha sido reemplazado
y ya ni siquiera se puede decir que sea lejano.
Por eso hoy,
si el invierno llega otra vez con nieves
ciegas, si he bebido, si por algún motivo
me encuentro ensombrecido
llego a sentir que nunca estuve allí, que nada vi,
que las garzas, el Cauca y las acacias
no salieron nunca del pantano.


Don Roque Jaramillo
en tierra fría


Cada viernes, a caballo, subía a una finca inútil
que tenía en tierra fría:
pastos ralos, vacas secas y peludas,
matorrales y neblinas.
Resolvía en el corredor problemas de ajedrez
y bebía aguardiente lentamente
sin quitarse ni la ruana ni el sombrero.
Anochecía. El mayordomo lo acostaba.
Al día siguiente se levantaba temprano y
después de bañarse en una alberca de agua helada
comía cualquier cosa
y se sentaba otra vez a beber y a concentrarse.
Llegaba el mediodía, no almorzaba.
Llegaba el atardecer.
Cuando alfiles y reinas empezaban
a bailarle de nuevo en la retina
dejaba el ajedrez y se acomodaba en su silla de cuero
a terminar de emborracharse, a ser feliz,
a escuchar a los terneros que bramaban en la bruma
y a mirar, con ternura de borracho, las neblinas.


XIV

El agua, de tanto llover, empezó a brotar del suelo.
Las nubes, quietas, cubrían todo con su luz de hierro.
Alrededor de raíces y cimientos
comenzaron a serpentear grietas y vértigos.
Por la carretera desierta
empezaron a rodar piedras pequeñas
que se iban brincando al precipicio.
Hubo un crujido.
Una casa se arrodilló y se fue al vacío
con todo lo demás: ganado, gritos,
naranjos que rodaban entre el fango
y piedras gigantescas que aplastaban
cafetos florecidos.
El asfalto se partió y fue sepultado
con un bullicio profundo, interminable,
que rebotó entre peñas y cañadas
e hizo sentir
a quienes todavía estaban vivos
que también era perpetuo el fin del mundo.


Primer poema
sobre un hombre enfermo y el mar


Jorge Holguín se mató (estaba solo)
con un terrible disparo de revólver en el cráneo.
Vivía allá en Miami.
Estaba enfermo y triste; ya no sentía placer
cuando miraba el mar
, ya le daba lo mismo
un lento atardecer, una palmera, un viento fresco
o las velas de un pequeño
velero en alta mar.

IV

El hígado se pierde como el humo
bajo un ramalazo de viento.
Los pulmones se hacen agua, tierra,
viento.
Se pudre el corazón, abriéndose en
libélulas, avispas, matorrales.
Se desmontan los oídos.
Se destejen las mejillas.
Son devueltos los cristales, son devueltos
los calcios y las sales
mientras soles, muchos soles,
no han dejado de brillar para otras vidas.



FINAL DEL MAR PACÍFICO

Pues yo, cuando me vaya,
también me llevaré esa costa.
Dejará de mecerse el verdor puro
de los plátanos.
Tras mucho luchar, tal vez,
y cediendo todo en un segundo
arrastraré conmigo a lo profundo
la abundancia inenarrable de sus selvas,
sus bahías y relámpagos, sus barcos
hinchados por la humedad
y desvencijados por el viento,
sus garzas y manglares,
sus aguaceros abiertos.

XI

Otra vez llega la lluvia, ¿adónde ahora?
Cae menuda sobre sauces y perales,
violenta sobre gente en estampida,
violenta sobre barcos agobiados
mar adentro,
suave sobre techos sobre amantes,
sobre niños, sobre perros a cubierto,
limpia sobre el agua clara de algún lago,
atribulada por las rejas de las calles
se dibuja como telas verticales sobre
valles, se repite, cae, se evapora y
cae y
se repite.

III

El primer recuerdo es el del agua.
Mucho antes que los sábalos nadaran,
mucho antes que crecieran el maíz
y las acacias,
mucho antes que pudiera separarla,
equivocadamente, de la tierra,
agua sin verla, agua sin saberla,
agua desde siempre circular, tal vez eterna,
ha fluido en mí y alrededor mío
mucho antes que los densos aguaceros
pudieran hacerse visibles para mí
sobre las selvas, o estrepitosamente audibles
para mí, bajo los techos.


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